Todo empezaría un miércoles 26 de marzo de la mano de mi hijo mayor. Yo, que aún me encontraba en el disfrute de uno de esos sueños semi-profundos donde se siente dormir, a la vez que se escucha, todo lo que ocurre alrededor.
Fue así que sin querer, queriendo, mis ojos todavía negados, luego del despojo de un descanso merecido. Descubrieron a mi peque más grande al lado de la cama. Medio atontada y con la entera dificultad para distinguir la hora precisa que marcaban las agujas del reloj pero con la capacidad necesaria para distinguir la luz que apenas asomaba en la ventana, dieron por concreto que estaba sólo amaneciendo.
Con la voz dulce pero apretada entre los dientes, le pedí que volviera a su cama pero la cara de "ya he dormido 8 h", me obligó a levantarme y acompañarlo hasta el sillón.
Eran las 7:15h y en el camino iba perdiendo lo que me quedaba por sueño pero no de cansancio. Rendida en su compañía y en el sillón, pensé en poder dilatar un poco más la mañana pero a los 10 minutos, me pidió la leche. Con paso de pluma, para no despertar a nadie, me dirigí a la cocina pero el ruido del microondas, levanto a Kenzo (el gato) y con un maullido rotundo, comenzó su serenata.
Fue en vano pedirle que se callara (los gatos no entienden español) y en 5 minutos me encontraba yendo hacía la habitación de mi hija, dispuesta ovbiamente a no perderse ni un minuto más de la compañía de su hermano, ni la del gato, ni de la mía.
Mi marido dormía. Sabiendo que al día siguiente debía viajar por trabajo, elegí regalarle el privilegio de la cama y cerré la puerta.
Las horas que siguieron "la madrugada" todo se veía de una casi maravilla. Entre el desayuno, la micro-siesta de mi hija, el adiós a mi marido ( Hasta el mediodía) y otras idas y vueltas en casa, hicieron que sólo faltaran 15 minutos para salir camino a la "escuelita"( guardería) cuando de repente, vi en el cuerpo de mi hijo un cansancio sospechoso que temblaba pero sin fiebre.
Una madre que ya tiene varios años de existencia y porque sólo hay cosas que la maternidad despierta, dieron por correcto que hoy debía quedarse en casa. Así, me quite el abrigo, el de mi hija y a mi hijo lo acosté en la cama donde se durmió instantáneamente.
Sin tiempo que perder, tomé el teléfono e hice dos llamadas: Una para prevenir a la directora de la ausencia de mi hijo y otra para concertar una cita con el pediatra. Este último, me propuso muy generosamente el horario de las 14:30, de este miércoles tan atípico, lo cual me pareció perfecto y corté.