miércoles, 25 de junio de 2025

Novela 35 años-Capítulo IX: "¿Y ahora qué?"

 



                                                 Capítulo IX: ¿Y ahora qué?

                                             "Una vida dentro, un mundo afuera".


Selma no abrió la computadora ese día.
Ni revisó los mails. Ni respondió los mensajes de WhatsApp de sus clientes, que seguían cayendo con demandas suaves disfrazadas de urgencia.

A las ocho de la mañana ya tenía tres notificaciones con asuntos como “¿te alcanzó el material de ayer?” o “cuando tengas un hueco, ¿podés mirarme esto?”. Las ignoró todas. No por rebeldía, sino por una certeza nueva, brutal: ese día no iba a producir nada.

No podía.

Había algo que latía por debajo, como un zumbido leve pero constante. Y no era ansiedad. Era otra cosa. Más física. Más instintiva. Como si su cuerpo ya supiera algo que su mente todavía se negaba a aceptar.

Se quedó en la cama un rato más, con la persiana entornada y la lluvia dibujando caminos erráticos en el vidrio. Escuchó el tránsito lejano, las gotas en el balcón, el murmullo de la ciudad que avanzaba sin ella.

No sintió culpa. No aún.
Eso vendría después.

Al mediodía se levantó. Caminó descalza hasta la cocina, calentó agua sin hambre y preparó un té. Ni siquiera pensó en las entregas pendientes, en la corrección que tenía que entregar el viernes, o en la videollamada de presupuesto que había pospuesto dos veces. Todo eso había quedado, por un instante, suspendido.

El mundo laboral del que vivía —hecho de plazos difusos, contratos verbales y promesas no siempre cumplidas— era también frágil. Sabía que ausentarse un día podía costarle un cliente. Pero esa mañana, no le importaba.
Porque algo más urgente pedía ser atendido.

A las dos de la tarde salió. Caminó lento, con la capucha del abrigo caída y los auriculares puestos, aunque no sonaba música alguna. Compró un test en la farmacia de la esquina sin decir palabra.

Volvió rápido.

Lo dejó en la mesa del baño durante una hora, ignorándolo. Como si no estuviera. Como si seguir trabajando —o fingir que trabajaba— pudiera anularlo.

Pero al final lo hizo.

Y cuando lo vio, el mundo se reacomodó en un nuevo eje. Uno que no había elegido. Uno que ni siquiera había imaginado.

No lloró.
No se rió.
Se quedó quieta, sentada en el borde de la bañera, con las manos sobre el vientre como si ya pudiera sentir algo allí, latiendo.

Y pensó. No en el futuro. Ni en nombres. Ni en Octavio. Ni en el otro.

Pensó en ella.
En si estaba lista.
En si alguna vez se está.

Y entonces pensó que la vida —y quizás también Dios— le habían tendido una trampa.

Una trampa elegante, silenciosa, perfectamente disfrazada de deseo.
Un gesto de ironía divina: un test positivo entre los dedos, el miedo clavado en el pecho, la bronca agazapada en la garganta… y la pasión por Alex, esa pasión desbordante que alguna vez la hizo sentir viva, ahora reducida en pedacitos.

Como una película que se rompe en medio de la proyección. Como una música que suena, pero desafinada.

No era justo.
Ni siquiera era claro.

¿Era amor lo que había sentido? ¿O sólo hambre? ¿Soledad mal gestionada? ¿Necesidad de volver a creer en algo?
¿Y ahora qué?

Quiso culparlo a él.
Por llegar tarde.
Por irse temprano.
Por dejarle espacio justo cuando ella lo necesitaba cerca.
Por no preguntar lo suficiente. Por no quedarse.
Pero supo que eso también era fácil.

La culpa era un abrigo tentador, pero mentiroso.

Ella había estado ahí. Consciente. Con todo. Sin red.

Y ahora estaba sola.
Con un cuerpo que la sorprendía.
Con una vida latiendo —¿ya latiendo?— dentro suyo.
Con Octavio esperando del otro lado de la línea, sin saber. Con Alex lejos.
O demasiado cerca.

Y ella… en el medio.


miércoles, 4 de junio de 2025

Novela 35 años-Capítulo VIII: “Cuando todo se redefine.”

 

Novela 35 años



                                  Capítulo VIII: “Cuando todo se redefine.” 

                                                       Y nadie lo ve venir...


Selma abrió la puerta con una lentitud que no era duda, sino ritual. Cada centímetro revelado de Alex era como una confesión no dicha, una respuesta a las preguntas que aún no se habían formulado.

—Pensé que... —empezó él, pero se quedó allí, suspendido entre la frase y la respiración.
Ella lo miró, con los ojos aún húmedos, y sin embargo firmes. No hizo falta invitarlo a pasar. Alex cruzó el umbral como quien entra en un templo roto, con la reverencia de quien sabe que un paso en falso podría hacerlo todo trizas.
—¿Por qué has venido? —preguntó Selma, sin suavidad, pero tampoco con reproche.
Alex se frotó la nuca, como si quisiera borrar el día de su piel.
—Porque no podía más. Porque necesito verte, explicarte... Porque no quiero que esto se convierta en un silencio largo, de esos que terminan en olvido.
Ella lo dejó hablar, y mientras él desbordaba palabras —torpes, sinceras, calientes— se dio cuenta de que lo que más la conmovía no era lo que decía, sino cómo lo decía: como alguien que no sabía si tenía derecho a ser escuchado.
—No sé qué quiero de ti —dijo Selma al fin, interrumpiendo su monólogo—. Pero sí sé que no puedo seguir dividiéndome entre lo que siento y lo que debería hacer.
El gato maulló como un acento involuntario, y Alex sonrió. Esa sonrisa la desarmó un poco.
—¿Puedo pasar? —preguntó él, casi en un susurro.
Selma dudó un instante. Pensó en Octavio. Pensó en la carita de nieve. Pensó en el fuego que Alex encendía y en lo que podría dejar quemado.
Y, contra todo, asintió.

Aunque ambos morían por amarse una vez más, dejaron el deseo latente, como una brasa que arde sin consumir. En su lugar, comenzaron la tarde-noche pidiendo pizza y descorchando un vino viejo que Selma tenía guardado para alguna ocasión especial, una que nunca había llegado… hasta ahora.
El corcho salió con un suspiro seco, y el aroma a ciruelas y madera antigua llenó el aire, como si ese vino hubiera esperado en silencio por este exacto momento. Selma sirvió dos copas con manos más seguras de lo que se sentía por dentro, y Alex la observaba en silencio, como si cada movimiento suyo fuera una oración.
—Nunca pensé que acabaríamos así —dijo él, con una media sonrisa, mientras la copa descansaba entre sus dedos.
—¿Así cómo? —preguntó Selma, hundida en el sofá, con las piernas cruzadas y el chignon deshecho.
—Conteniéndonos —respondió él—. Como si el fuego se pudiera guardar en una botella. Como este vino.
Ella se rió suavemente, sin mirar directamente.
—Quizá es lo que necesitábamos. Probar si también podemos hablar, estar… sin quemarnos.
El timbre sonó, rompiendo el encanto por un instante. La pizza había llegado, como una excusa para distraerse de lo que no se decían. Comieron con las manos, sin protocolos, entre risas contenidas y silencios densos. Y en algún momento, entre el segundo sorbo de vino y la última porción, los ojos de Alex se cruzaron con los de Selma.

El deseo seguía allí, vibrando como una cuerda tensada. Pero esa noche no se soltó. Esa noche no fue piel, fue presencia.
Y aunque no se tocaron, algo en ellos se unió de otra manera. Más honda. Más peligrosa.

De vez en cuando, las cosas no tienen explicación. La atracción entre Selma y Alex, que al principio parecía súbita y sorpresiva, no se podía describir con palabras. Era algo más antiguo, más animal y al mismo tiempo más profundo. Algo que se reconocía en la piel, no en la lógica.
Después de cenar, de reírse con bocados cruzados, de confesarse pequeñas historias que no necesitaban contexto, lo inevitable se volvió simplemente natural. Era imposible no sentirlo. Imposible no notar el calor que se acumulaba en cada cruce de miradas, en cada roce de manos al pasar los platos, en cada silencio que decía más que cualquier frase ingeniosa.

La penumbra del apartamento los envolvía como un pacto. Sólo la luz cálida que venía desde la cocina recortaba sus figuras. Y en medio de esa sombra blanda, algo se rompió —o se liberó.
Alex se acercó lentamente, como si pidiera permiso con el cuerpo. Selma no se movió, pero toda su piel tembló en una única dirección. Cuando él rozó su mejilla con los labios, ella cerró los ojos. Sentirlo, oler su piel, tocarse en ese momento, era inevitable.
Lo que vino después no fue prisa, fue entrega. Cada caricia era un reconocimiento, cada respiración una manera nueva de hablarse. En ese instante, el tiempo dejó de avanzar con su paso habitual y se suspendió entre sus cuerpos.
Llegaron juntos a un punto de éxtasis total que ninguno de los dos había conocido. No era solo placer. Era otra cosa. Una mezcla de vulnerabilidad, deseo y algo parecido a la paz.
Cuando al fin descansaron, entrelazados y aún con el sabor del vino en la boca, no dijeron nada. Porque no hacía falta. Porque hay cosas que no se explican. Solo se viven. Sólo se sienten.


miércoles, 28 de mayo de 2025

Novela 35 años- Capítulo VII: "El corazón en llamas"

 


    Capítulo VII: El corazón en llamas

                 "Y no sólo el corazón".


Alex abrió la puerta sin sorpresa. Como si supiera que ella vendría.
Selma lo miró, con la respiración contenida, con algo de rabia, algo de miedo, pero sobre todo con una certeza que la atravesaba entera.

—Abre la puerta, por favor —le pidió, con voz firme, temblorosa.

Y él obedeció.

Ella entró, lentamente. El aire entre ellos se volvió denso, eléctrico.
No se dijeron nada. No hizo falta. Sus miradas decían todo. El deseo largamente contenido, el orgullo herido, el recuerdo de cada roce, de cada palabra no dicha.

Selma se acercó. Alex retrocedió apenas, como si no supiera si abrazarla o huir. Pero ella ya había cruzado la distancia.
Le tocó la cara, suave. Él cerró los ojos.

Cuando se besaron, no fue con urgencia, sino con una lentitud dolorosa, como si necesitaran saborear cada segundo de esa decisión.

Él le quitó el abrigo. Ella se desabrochó la camisa.
No había apuro. Solo un diálogo silencioso entre sus cuerpos.

Fueron cayendo prendas y dudas.
Se tocaron como si cada parte fuera un reencuentro. Como si sus pieles recordaran algo que sus mentes habían querido olvidar.

Se rieron bajito, como adolescentes, cuando tropezaron en el pasillo.
Y se callaron de golpe cuando sus cuerpos se encontraron por completo.

En el sofá, en la alfombra, contra la pared.
No importaba el lugar. Solo que estuvieran ahí. Juntos. Ahora.
Y que el mundo se redujera a ese instante de calor compartido.

Cuando el deseo cedió al cansancio y al silencio, Selma quedó recostada sobre su pecho, escuchando su respiración volverse calma.

No habló. No quería romper el momento. No aún.

Horas después, sin saber qué hora era, se levantó.

Se vistió sin saber.
Sin sentir vergüenza.
Sin pensar en volver a empezar.

En silencio, abandonó la pieza
y cerró la puerta
sin que nada se moviera de lugar.

Al llegar a su casa, el mundo volvió a sentirse más pequeño.
El ascensor subía lento, como si supiera que Selma no tenía apuro en enfrentar su realidad.
Sacó las llaves, abrió la puerta, y justo cuando se apoyó contra ella para cerrar…
el teléfono vibró.

Un mensaje de Alex.

Solo verlo en la pantalla le removió hasta el alma.
No lo abrió enseguida.
Lo sostuvo entre las manos, como si temiera que las palabras pudieran cambiarlo todo.

Pero la curiosidad —o el miedo— fue más fuerte.
Desbloqueó la pantalla.