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martes, 25 de febrero de 2025

Relatos: La herencia de un abuelo sabio.



Relatos:

En esta sección comparto anécdotas y momentos que viví con personas que cruzaron mi camino. Son historias sencillas, pero llenas de humanidad, que dejaron una marca en mí y merecen ser contadas. Algunas inspiran, otras hacen reír o reflexionar, pero todas tienen algo en común forman parte de mi viaje. 

Cuidado! Algunas son reales otras no tanto...Sabrás hacer la diferencia?



Abuelo



Al final del día, corríamos impacientes, apoyados en uno de los muros de la casa, expectantes. Veíamos el atardecer con matices de rojo vivo, un espectáculo sin desperdicio.

Era pequeña, pero no tanto como para no conservar los recuerdos de una buena vida, esa donde los problemas se limitaban a las buenas notas escolares y donde las vacaciones de entonces se nutrían de aventuras.

Cada verano, cada enero, el destino siempre era el mismo. Lejos, en lo que casi parecía el fin del mundo, una calle larga de pequeñas piedras blancas llamadas piedrebullo. Allí, medio escondida entre árboles de verde primavera, se encontraba ella: una casa, "la casa", cargada de historias. Historias de las buenas y otras marcadas por la mala suerte, como aquel incendio declarado sin culpables que dejó el pasado reducido a cenizas de fotos y objetos llenos de recuerdos.

El abuelo, el mío, construyó dos veces las paredes del mismo hogar, porque él no le temía a la vida. Desde muy joven, el sacrificio y la lucha llamaron a su puerta. Siempre supo lo que significaba renacer. Creció con la herida del despojo, luego de que sus hermanos mayores, en un acuerdo sin escrúpulos, lo apartaran de la herencia de sus padres fallecidos, obligándolo a cambiar de nombre y apellido.

Y sin embargo, a pesar de los altibajos y de enfrentarse solo al mundo, la luz iluminó su camino el día en que Anna, una joven de 14 años, se enlazó con él en un matrimonio eterno.

Durante los años que recorrieron juntos el camino de la felicidad, tuvieron hijos, varios, recibidos por las manos de mi abuelo, en un parto de a dos. El mismo hombre que inventaría los cumpleaños sin regalos a cambio del agasajo de un día sin trabajo o quien reemplazaría el azúcar por dulces en épocas crudas de guerra y poco dinero.

¡Sí! El mismo que, despojado de los valores de familia, pudo formar la suya propia y darle un sentido a su existencia, esa para la que también estaba destinado: ser padre.

Un hombre fuerte, de cuerpo y mente, acostumbrado a las pruebas de la vida, victorioso por excelencia. Permaneció a oscuras durante un mes tras una operación de la vista y, aun así, nunca escribió una carta con anteojos. O aquella vez en la que un caballo se asustó y lo arrojó varios metros, arrebatándole para siempre la buena postura. Y, sin embargo, se negó a usar una silla de ruedas hasta que la vejez más vieja llegó a su puerta.


viernes, 17 de enero de 2025

Relatos: La casa de la laguna.



Laguna


Rodeada de cajas y de la música que sonaba de fondo, Ania tomó el único objeto que decoraba la chimenea. Con un soplido, no solo dejó volar el polvo, sino también un puñado de recuerdos que crecieron en ese hogar: dos niños que ahora eran adultos, un marido de una época fantástica y una vida que parecía de otro tiempo.

Hacía tres años que un trágico accidente en la carretera la había dejado viuda. Había aprendido a vivir con la soledad de un amor arrebatado físicamente, pero que seguía vivo en cada rincón y recoveco de su alma.

Tenía 37 años cuando se quedó sola, y 42 cuando decidió escapar del dolor que le provocaban los muros de esa casa. Se había cansado de forzar su mirada fija hacia la madera del techo, de las noches interminables en la cama de una sola plaza de la habitación vecina, y de la imposibilidad de pasar siquiera una noche en la habitación principal.
El tormento de una juventud desperdiciada le había arrebatado la vitalidad hacía mucho.

Así fue como, una fría tarde de invierno, Ania dio dos vueltas a la llave y cerró para siempre la puerta de aquel pasado que tanto la entristecía. Mientras esperaba que el resto de sus cosas llegaran a destino, tomó dos maletas de ropa, cuatro cajas con utensilios y, con todo aquello que pesaba más en recuerdos que en kilos, cargó el coche. Con las manos heladas, frotándoselas para entrar en calor, suspiró y dijo adiós.

Hubiera sido mejor partir en primavera, pero un impulso sin nombre la obligaba a no mirar atrás. Así emprendió un viaje del que, sin saberlo, ya no habría retorno.

El trayecto no fue fácil. La nieve dificultaba el camino, y Ania no quería llegar demasiado tarde. Sabía que las bajas temperaturas entorpecerían el paso del agua por las cañerías y que sin electricidad, la noche sería un desafío. Pero no le temía al cambio brusco de confort. Por primera vez en años, su mente, su corazón y su voluntad estaban en sintonía.

El hielo no daba tregua, pero luego de siete horas, la vio. Allí estaba: una casa de madera, perdida entre una arboleda congelada y rodeada por un lago cubierto de escarcha.


“La casa de la laguna”, como la llamaban en su infancia. Un lugar familiar, refugio de veranos y de reuniones. Ahora, olvidada por el tiempo y el mundo moderno, seguía tan bella como antes, aunque vieja y desgastada.

Era su única herencia material, y al verla confirmó que la soledad había sido la única compañía de esa casa durante todos estos años.

Dispuesta a darle una nueva vida, Ania prometió restaurarla, sin imaginar que los secretos de una casa abandonada la transformarían a ella, para bien o para mal.

El interior contaba con un salón iluminado por un gran ventanal que daba a un campo ahora vacío, pero que en primavera se vestía de verde y flores. Ania recordó cómo, de niña, se pegaba a ese vidrio para ver las luciérnagas que iluminaban las noches de verano.

Perdida en esos recuerdos, un ruido súbito la trajo de vuelta a la realidad. Era la nieve cayendo por la chimenea, acumulándose estática debido al frío extremo.

En medio del polvo y la emoción, tomó la caja donde había guardado trozos de madera y, con las manos entumecidas, intentó hacer fuego. Poco a poco, las llamas comenzaron a crecer, devolviéndole el calor al cuerpo y la sonrisa al rostro. Bebiendo el último sorbo de té tibio que traía en su termo, suspiró.

Había vuelto a la casa de la laguna, y con ello, también había vuelto una energía desconocida, como si renaciera entre esas paredes.

Encendió una radio a pilas y empezó lo básico: limpiar. Descubrió que los muebles seguían casi intactos, protegidos por sábanas multicolores que su madre había dejado antes de que la familia abandonara el lugar.

En dos horas, la casa recobró parte de su encanto. Pero cuando el cansancio apareció, supo que sería una noche difícil: sin electricidad, apenas podía calentarse con el fuego de la chimenea. Acurrucada junto a las brasas, el sueño la venció... hasta que un golpe repentino la despertó.

–¿Qué fue eso? – preguntó Ania, aterrada.

El ruido se repitió, esta vez más fuerte, proveniente de la puerta. Con los nervios que tenía encendió una vela y, con una madera en la mano como defensa, se acercó lentamente.

Con el corazón en la garganta, giró el pestillo muy despacio. Al otro lado, un hombre abrigado hasta el cuello la miraba con amabilidad:

–Buenas tardes. Mi nombre es Eloy. Vivo en la casa al final del lago. Vi el humo de su chimenea y quise saber si necesitaba algo. Somos vecinos.

Ania, helada por el frío y el miedo, respondió con brusquedad:

–No, gracias. Buenas noches.

Y cerró la puerta de golpe.


lunes, 2 de diciembre de 2024

Relatos: Las seis monedas.




Monedas




El reloj marcaba las 20:42 cuando Evans, con el peso del silencio y la sombra del tiempo a su alrededor, miró una vez más aquellas agujas que parecían detenerse junto al latido de su padre. Pero todavía, escuchaba el tic tac que no daba tregua al tiempo y que marcaba el final de una vieja historia que sin pudor lo confrontaba al dolor de la perdida, sintiendo que moriría a su lado y tropezando en medio de palabras que no encontraban la salida fuera de su boca, tomó la mano de su padre, hasta sentir que la fuerza perdiera la batalla y con un suspiro lo dejara ir.

Los años fueron pasando y cuando la herida de la falta, lloraba menos las lágrimas, un llamado de su madre le pidió venir. En una habitación que ahora olía el vació, sus manos apretaban una caja mediana que cuando Evans abrió, descubrió en ella el brillo de seis monedas junto a cuatro palabras escritas en papel que decían: "Para mi hijo adorado".

Era joven, demasiado quizás para entender por qué su padre le dejaría en herencia, algo tan valioso como el oro. Sin dudarlo prefirió guardar el secreto y colocó la caja en el fondo del hueco de un árbol donde su padre solía contarle historias, ese había sido su refugio común durante los últimos 15 años. El árbol era grande, tenía años, y se veía como si sus ramas no encontraran un lugar que ocupar.

El tiempo iba dejando el duelo detrás y luego de haber terminado sus estudios, un "buen negocio" le permitiría instalarse cómodamente. Ya no estaba solo, ahora compartía su vida con Helena quien le daría un hijo, el próximo verano.

Ya hacían cuatro años que vivían felices pero la ambición propia y de un mal llamado amigo lo obligarían a invertir en acciones que sin tardar caerían a pico, terminando por arruinar el presente económico que ya con una familia se habían prometido.

Sin sorpresas, el dinero comenzó a llamarse "escaso" y las deudas se acumulaban, una detrás de otra.

Por primera vez, Evans se sintió aturdido, no le había ocurrido desde la muerte de su padre y fue en ese preciso instante que pensó, en el legado que dormía hace años en aquel árbol y en silencio se dijo:

-¿Si fuera esa la solución?-


lunes, 16 de septiembre de 2024

Relatos: El secreto del tiempo.







En un lugar llamado Annhas, vivía Carl, su esposa Amelia y la pequeña hija de ambos, Iris que con 4 meses dejaba asomar el color anaranjado de los rizos que más tarde, crecerían como cabello. Su boca que aún no asomaba dientes, sonreía cada vez que veía a su padre y la mirada que iluminaba sus ojos azules, encandilaban a su madre en un acorde perfecto de ese afecto inexplicable que sólo une antes de nacer.

Juntos, eran una familia feliz o como cualquier otra con altos y bajos con momentos más que otros dentro de una vida que habían elegido, calma y tranquila sin ostentos vivida sólo de a tres.

Una vida rutinaria que comenzaría a delatar cambios después de 5 años, junto a la primera promoción que obtuviera Carls en la empresa de antigüedades para la que trabajaba desde hacía ya una década. 

Luego de haber vivido detrás de papeles su ámbito profesional tomaría otro rumbo y ahora como comercial, los viajes le darían una impresión de libertad que nunca había conocido.

Los 2 años que siguieron a su nuevo puesto pasarían como un soplido y entre noches fuera además del cansancio al llegar a casa, la vida pasaría a su lado casi sin darse cuenta.

Raras eran las veces que encontraba a Amelia despierta. Junto al sueño que no cabía en sus ojos y un beso de "buenas noches" no lo pensaba pero sabía que era lo único que sentía era compartir con ella.


La vida de pareja era inexistente y aunque Amelia lo intentara, las noches que tanto pasaba en vela recordando las épocas, donde proyectaban la vida de a dos dentro de un sueño que ahora tenía un nombre, perdía su brillo opacando cada amanecer dejándola todavía más cansada y más sola.

Cada momento, cada situación seguiría su curso normal, hasta que un 10 de febrero de 1997 Carl que se encontraba a 1500km de casa se dirigía a una cita con un cliente cuando de pronto  sintió un frío que le congelaría el alma. Extrañado pensó haber olvidado algo y retornó al hotel. La habitación era pequeña, insulsa y las pocas cosas que traía en cada viaje eran tan pocas que dejaban poco lugar al olvido. 

Marcó el piso con 120 pasos imaginarios, y tomando la billetera que llevaba cerca del pecho dentro su abrigo, corroboró que sus tarjetas y documento estuvieran bien ahí. De pronto, su mirada se posó en la foto de Amelia e Iris que siempre llebaba consigo y gritó:

-¡IRIS ! Hija mía, he olvidado tu cumpleaños.






viernes, 1 de julio de 2016

Camino a la escuela.




El 31 de agosto, un vuelo desde París nos dejaba en Niza. Bien que había analizado minuciosamente en traer lo mínimo indispensable, además de los niños...claro. La maleta, tenía un sobrepeso de 3 kilos imperdonables y si no hubiera sido por el bolso que as-tu-ta-men-te había plegado entre dos ropas, la factura de 180 euros, me hubiera dolido en el alma.

Fue un viaje tranquilo, corto, que dejaba una millonada de cosas detrás, junto a 10 años de sacrificios en una ciudad con la que me peleé tantas veces para terminar amándola con locura. Fue ahí donde mejoré, cambié y volví a ser la de siempre, fue en ella donde me hice a los ponchazos* y donde desde abajo, aprendí a contar otra vez de 0, tantas veces llorando, tantas veces riendo.

Pero en la aventura que uno elige o
 más bien que la elige a una, en otro lugar, un lunes de sol que apenas me quemaba la cara, sin nubes que taparan el cielo, una ciudad que había visto de reojo hace 8 años que de lejos se parecía a mi querida Argentina pero rodeada de extraños de gente mucha gente impregnaba de un aire mediterráneo.


Las primeras horas, me zambullí en un mar de papeleos de un nuevo hogar que hasta hoy, nunca había visto salvo en fotos. No busqué sentir el "coup de cœur" *, sólo quería llegar a destino y posar las valijas.

El día había sido largo, tanto, que cuando al fin puse la cabeza en la almohada, poco pude contar ovejas y propuse que el resto de mis pensamientos florecieran conmigo mañana.

Fue la noche más silenciosa de mis 4 años de madre y la agradecí porque la necesitaba.

Al día siguiente, me esperaba la inscripción en la escuela de mi hijo mayor y nosotros veníamos de una ciudad donde las escuelas sobran (al menos cada 2 cuadras) y por ende la posibilidad de una vacante siempre es posible.
Sin embargo y aunque no lo parezca, había optado por un actitud positiva, embarcada en una aventura de pies a cabeza ponerme a pensar en negativo, evidentemente no era una decisión inteligente.

Al final y eso lo supe después, un lugar libre no sería un problema pero lo que si lo sería, la ubicación de la escuela.

Por empezar, Niza es como San Francisco, todo sube y todo baja, aquí los tacones sirven si tiene coche de otro modo, no pensarás dos veces llevar un par de ballerines* en tu cartera. Pero eso, sólo parece un detalle.