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jueves, 25 de febrero de 2021

Una princesa, llamada Mamá.









Había una vez, una ciudad que existía en los cuentos tanto como en la vida real. Un lugar, donde el romanticismo era capaz de pegarse a la piel, de todo aquel que se dejara llevar por el encanto de su hermosura de varios siglos, todo el mundo la llamaba París y en ella, vivía una mujer que cada mañana se levantada con los minutos puestos, lista y preparada para afrontar lo que el día le pedía por encargo. Entre citas precisas marcadas de antemano y otras que sumadas a la espontaneidad, dejaban un poco de lado la rutina pero jamás, un día vacío.



Su vida estaba llena de horarios, lo sabía! y aunque la mirada, al ritmo del tic tac de un reloj marcaba el miedo de perder de vista algún que otro segundo. Con llegada de sus peques, el despertador se había trasformado en un completo extraño permitiendo el olvido y el tiempo en un cajón.

La luz del amanecer y el canto de uno de los peques anunciando la mañana, no le daban tregua a esas ganas de estirar un poco más ese rato pegajoso que invita a dejarnos perdidos, entre dos almohadas.


 Noooo!!! El punto de partida estaba dado y no terminaría hasta que el sol, apagara su luz. 

Era una madre de 24 horas como lo son, todas las mamás pero ella había elegido, el paréntesis de la vida profesional fuera de casa pero dentro de su hogar, había optado por uno de los trabajos más difíciles, el de educar. Y, si bien había días cargados de risas, había otras, donde se sumaban los berrinches, la ropa acumulada, las peleas con la plancha, el ruido de la aspiradora, las broncas con Kenzo ( el gato) y su maullidos a la hora de la siesta.

Todo, hacia parte de la vida que había elegido, donde la rapidez con que el tiempo corría como un loco, no la dejaban optar por sentarse en compañía de un pensamiento bonito.

Pero hubo un día, luego de una mañana ajetreada, ella que aun vestía una bata con su pelo recogido a medias y sin maquillaje, se disponía a tomar una ducha.

 Su hijo mayor de tres años revoloteaba a su lado y antes de dejar correr el agua, se quitó la bata que cubría su camisón de algodón blanco y mientras la colgaba detrás de la puerta, su pequeño mirándola le dijo en francés," maman tu es une princesse". En ese instante, pensando que había escuchado mal o que probablemente había escuchado bien, su mamá, le pidió que repitiera lo que había dicho, a lo que el pequeño contestó, "Tú eres una princesa".

Con los ojos que encandilados de amor, su madre se dio vuelta y frente al espejo, se imaginó con un gran vestido en seda blanca que afinaría la cintura y que como en esos vestidos de época, terminarían por cubrir los pies que esconderían el brillo de unos zapatos dorados. 

Su cabello, envuelto en un chignon perfecto, sería decorado por todo lo que destaca a una princesa, una preciosa diadema que decorada con pequeñas piedras de color rosa y con un fino maquillaje en tonos claros, completaría la imaginación que solo la inocencia otorga y que sólo pertenece a ese mundo que crean los niños y que nos regalan de vez en cuando, el privilegio de existir en él.


El sueño que solo duro un instante, la devolvió a la vida real y en ella se vió como se veía antes pero diferente. 

Y se dió cuenta de dos cosas...

Que en la vida de los hijos, la belleza exterior existe pero la más importante, es aquella que solo ellos pueden ver en una mamá...."La belleza interior" 

confirmo, oui*, el príncipe azul existe y vive en la mirada de los hijos pero si no le prestamos atención...Pasa desapercibido.


*Si.


Pd: Inspirada de un hecho real.... Mi hijo).