miércoles, 16 de julio de 2025

Novela 35 años-Capítulo X: "Un latido".

 

Gracias de corazón por haberme acompañado en esta aventura de escribir una novela en 10 capítulos.
Ha sido un camino lleno de retos, donde mantener la constancia no siempre fue fácil… pero lo logré, y saber que estuviste ahí lo hizo mucho más especial.
Cada palabra escrita fue también un puente hacia ti.
Nos encontraremos en la próxima historia, con nuevas emociones y otro registro, pero con la misma ilusión.
¡Espero, vuelvas a estar por aquí!







                                            Capítulo X: Un latido

                                    "Una vida dentro. Una verdad afuera."



Hola —dijo él, con esa voz baja que antes le gustaba tanto.

Selma no respondió de inmediato.
Caminó despacio hasta quedar frente a él, dejando un espacio intencional entre ambos.

Alex interpretó el silencio como nerviosismo.
—No tienes que decir nada si no quieres —dijo, como si eso fuera un alivio.
—No es eso —murmuró ella.

Una ráfaga de viento le voló un mechón de pelo. No se lo acomodó.
Tenía la garganta seca. La lengua como de cartón.
Había ensayado frases durante todo el trayecto, pero ahora cada palabra le parecía torpe o inútil.

Alex dio un paso más cerca, preocupado.
—¿Te pasa algo? Estás... distinta.

Claro que estoy distinta”, pensó. “Estoy embarazada y no sé cómo decírtelo.”
Pero no lo dijo.
Todavía no.

Pensé que estabas así por... por lo nuestro. Por cómo terminó. Por tu familia. —Hizo una pausa breve, como tanteando el terreno—. Sé que no fue simple. Que lo nuestro... no debió pasar así.

Lo nuestro.
Esa expresión le arañó algo.
Como si hubieran tenido una historia con nombre y forma.
Y no solo una noche. Una pasión desbordada que rompió todas las reglas.

¿Crees que estoy así por eso? —preguntó ella, con una media sonrisa triste.

Alex pareció confundido.
—No sé. Tal vez me equivoco. Solo quiero que me digas cómo estás.

Selma se cruzó de brazos. No por defensa, sino porque tenía frío. O miedo. O ambas cosas.

Estoy embarazada.

Lo soltó.
Sin adornos.
Sin pausas.
Como si decirlo rápido quitara un poco del peso.

Alex no reaccionó al instante.
Parpadeó una vez. Luego otra.
Los segundos se estiraron hasta parecer minutos.

¿Qué...?

Sí. —Ella lo interrumpió. Tenía que tomar el control de su propio relato—. Es tuyo. No estoy viendo a nadie más. No fue un “accidente” porque no fue nada. Fue sólo lo que fue.

Él pasó una mano por su rostro. Como si necesitara asegurarse de estar despierto.

¿Estás segura?

Esa pregunta, aunque predecible, le dolió.
Pero no se sorprendió.
No podía culparlo.

Sí —dijo, firme—. Y no estoy aquí para pedirte nada. Ni para que decidas ahora qué quieres hacer.
Estoy aquí porque necesitaba decírtelo.
Porque este silencio me estaba comiendo viva.

Alex tragó saliva. Miró al suelo, luego a ella.
En sus ojos había algo parecido al miedo, pero también una sombra de algo más: responsabilidad, quizás.

No me esperaba esto.

Yo tampoco.

Silencio.
Otra ráfaga de viento.
Un niño pasó corriendo con una cometa. El hilo se enredó en unos arbustos, como si hasta el juego tuviera trabas.

Alex la miró largo rato.
Y por primera vez, no sonrió.

¿Qué vas a hacer? —repitió Alex, con la voz apenas audible.

Selma se tomó unos segundos. Miró sus manos. El brillo opaco de sus uñas, la piel un poco reseca por el frío.
Y entonces lo dijo.

No lo sé.

Lo miró. No con miedo. Con verdad.

Siento que esto... no era para mí.
No así.
Necesito pensar.
Necesito estar sola.

Las palabras cayeron una a una.
Lentas.
Irreversibles.

Alex asintió sin mirarla.
Ella se levantó, temblorosa, como si el cuerpo le pesara más de lo habitual.

Él no se movió.
Se quedó ahí, sentado en el banco, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos.
No sabía si debía decirle
quédate o si sería un alivio dejarla ir.

Pero no dijo nada.
Nada.

Y en ese silencio se deshizo algo que nunca había terminado de armarse.

El camino de vuelta le pareció más largo.
El vagón del metro estaba casi vacío, y en el reflejo de la ventana vio su rostro como si fuera el de otra.
Una mujer que se había corrido del guion.
Que había sentido demasiado.
Y que ahora tenía que sostener las consecuencias, aunque no supiera cómo.

Cuando Selma bajó del metro, el cielo ya estaba oscureciendo. Caminó los últimos pasos sin prisa, con la cabeza cargada y el cuerpo agotado. Al doblar la esquina de su calle, lo vio.


miércoles, 25 de junio de 2025

Novela 35 años-Capítulo IX: "¿Y ahora qué?"

 



                                                 Capítulo IX: ¿Y ahora qué?

                                             "Una vida dentro, un mundo afuera".


Selma no abrió la computadora ese día.
Ni revisó los mails. Ni respondió los mensajes de WhatsApp de sus clientes, que seguían cayendo con demandas suaves disfrazadas de urgencia.

A las ocho de la mañana ya tenía tres notificaciones con asuntos como “¿te alcanzó el material de ayer?” o “cuando tengas un hueco, ¿podés mirarme esto?”. Las ignoró todas. No por rebeldía, sino por una certeza nueva, brutal: ese día no iba a producir nada.

No podía.

Había algo que latía por debajo, como un zumbido leve pero constante. Y no era ansiedad. Era otra cosa. Más física. Más instintiva. Como si su cuerpo ya supiera algo que su mente todavía se negaba a aceptar.

Se quedó en la cama un rato más, con la persiana entornada y la lluvia dibujando caminos erráticos en el vidrio. Escuchó el tránsito lejano, las gotas en el balcón, el murmullo de la ciudad que avanzaba sin ella.

No sintió culpa. No aún.
Eso vendría después.

Al mediodía se levantó. Caminó descalza hasta la cocina, calentó agua sin hambre y preparó un té. Ni siquiera pensó en las entregas pendientes, en la corrección que tenía que entregar el viernes, o en la videollamada de presupuesto que había pospuesto dos veces. Todo eso había quedado, por un instante, suspendido.

El mundo laboral del que vivía —hecho de plazos difusos, contratos verbales y promesas no siempre cumplidas— era también frágil. Sabía que ausentarse un día podía costarle un cliente. Pero esa mañana, no le importaba.
Porque algo más urgente pedía ser atendido.

A las dos de la tarde salió. Caminó lento, con la capucha del abrigo caída y los auriculares puestos, aunque no sonaba música alguna. Compró un test en la farmacia de la esquina sin decir palabra.

Volvió rápido.

Lo dejó en la mesa del baño durante una hora, ignorándolo. Como si no estuviera. Como si seguir trabajando —o fingir que trabajaba— pudiera anularlo.

Pero al final lo hizo.

Y cuando lo vio, el mundo se reacomodó en un nuevo eje. Uno que no había elegido. Uno que ni siquiera había imaginado.

No lloró.
No se rió.
Se quedó quieta, sentada en el borde de la bañera, con las manos sobre el vientre como si ya pudiera sentir algo allí, latiendo.

Y pensó. No en el futuro. Ni en nombres. Ni en Octavio. Ni en el otro.

Pensó en ella.
En si estaba lista.
En si alguna vez se está.

Y entonces pensó que la vida —y quizás también Dios— le habían tendido una trampa.

Una trampa elegante, silenciosa, perfectamente disfrazada de deseo.
Un gesto de ironía divina: un test positivo entre los dedos, el miedo clavado en el pecho, la bronca agazapada en la garganta… y la pasión por Alex, esa pasión desbordante que alguna vez la hizo sentir viva, ahora reducida en pedacitos.

Como una película que se rompe en medio de la proyección. Como una música que suena, pero desafinada.

No era justo.
Ni siquiera era claro.

¿Era amor lo que había sentido? ¿O sólo hambre? ¿Soledad mal gestionada? ¿Necesidad de volver a creer en algo?
¿Y ahora qué?

Quiso culparlo a él.
Por llegar tarde.
Por irse temprano.
Por dejarle espacio justo cuando ella lo necesitaba cerca.
Por no preguntar lo suficiente. Por no quedarse.
Pero supo que eso también era fácil.

La culpa era un abrigo tentador, pero mentiroso.

Ella había estado ahí. Consciente. Con todo. Sin red.

Y ahora estaba sola.
Con un cuerpo que la sorprendía.
Con una vida latiendo —¿ya latiendo?— dentro suyo.
Con Octavio esperando del otro lado de la línea, sin saber. Con Alex lejos.
O demasiado cerca.

Y ella… en el medio.


miércoles, 4 de junio de 2025

Novela 35 años-Capítulo VIII: “Cuando todo se redefine.”

 

Novela 35 años



                                  Capítulo VIII: “Cuando todo se redefine.” 

                                                       Y nadie lo ve venir...


Selma abrió la puerta con una lentitud que no era duda, sino ritual. Cada centímetro revelado de Alex era como una confesión no dicha, una respuesta a las preguntas que aún no se habían formulado.

—Pensé que... —empezó él, pero se quedó allí, suspendido entre la frase y la respiración.
Ella lo miró, con los ojos aún húmedos, y sin embargo firmes. No hizo falta invitarlo a pasar. Alex cruzó el umbral como quien entra en un templo roto, con la reverencia de quien sabe que un paso en falso podría hacerlo todo trizas.
—¿Por qué has venido? —preguntó Selma, sin suavidad, pero tampoco con reproche.
Alex se frotó la nuca, como si quisiera borrar el día de su piel.
—Porque no podía más. Porque necesito verte, explicarte... Porque no quiero que esto se convierta en un silencio largo, de esos que terminan en olvido.
Ella lo dejó hablar, y mientras él desbordaba palabras —torpes, sinceras, calientes— se dio cuenta de que lo que más la conmovía no era lo que decía, sino cómo lo decía: como alguien que no sabía si tenía derecho a ser escuchado.
—No sé qué quiero de ti —dijo Selma al fin, interrumpiendo su monólogo—. Pero sí sé que no puedo seguir dividiéndome entre lo que siento y lo que debería hacer.
El gato maulló como un acento involuntario, y Alex sonrió. Esa sonrisa la desarmó un poco.
—¿Puedo pasar? —preguntó él, casi en un susurro.
Selma dudó un instante. Pensó en Octavio. Pensó en la carita de nieve. Pensó en el fuego que Alex encendía y en lo que podría dejar quemado.
Y, contra todo, asintió.

Aunque ambos morían por amarse una vez más, dejaron el deseo latente, como una brasa que arde sin consumir. En su lugar, comenzaron la tarde-noche pidiendo pizza y descorchando un vino viejo que Selma tenía guardado para alguna ocasión especial, una que nunca había llegado… hasta ahora.
El corcho salió con un suspiro seco, y el aroma a ciruelas y madera antigua llenó el aire, como si ese vino hubiera esperado en silencio por este exacto momento. Selma sirvió dos copas con manos más seguras de lo que se sentía por dentro, y Alex la observaba en silencio, como si cada movimiento suyo fuera una oración.
—Nunca pensé que acabaríamos así —dijo él, con una media sonrisa, mientras la copa descansaba entre sus dedos.
—¿Así cómo? —preguntó Selma, hundida en el sofá, con las piernas cruzadas y el chignon deshecho.
—Conteniéndonos —respondió él—. Como si el fuego se pudiera guardar en una botella. Como este vino.
Ella se rió suavemente, sin mirar directamente.
—Quizá es lo que necesitábamos. Probar si también podemos hablar, estar… sin quemarnos.
El timbre sonó, rompiendo el encanto por un instante. La pizza había llegado, como una excusa para distraerse de lo que no se decían. Comieron con las manos, sin protocolos, entre risas contenidas y silencios densos. Y en algún momento, entre el segundo sorbo de vino y la última porción, los ojos de Alex se cruzaron con los de Selma.

El deseo seguía allí, vibrando como una cuerda tensada. Pero esa noche no se soltó. Esa noche no fue piel, fue presencia.
Y aunque no se tocaron, algo en ellos se unió de otra manera. Más honda. Más peligrosa.

De vez en cuando, las cosas no tienen explicación. La atracción entre Selma y Alex, que al principio parecía súbita y sorpresiva, no se podía describir con palabras. Era algo más antiguo, más animal y al mismo tiempo más profundo. Algo que se reconocía en la piel, no en la lógica.
Después de cenar, de reírse con bocados cruzados, de confesarse pequeñas historias que no necesitaban contexto, lo inevitable se volvió simplemente natural. Era imposible no sentirlo. Imposible no notar el calor que se acumulaba en cada cruce de miradas, en cada roce de manos al pasar los platos, en cada silencio que decía más que cualquier frase ingeniosa.

La penumbra del apartamento los envolvía como un pacto. Sólo la luz cálida que venía desde la cocina recortaba sus figuras. Y en medio de esa sombra blanda, algo se rompió —o se liberó.
Alex se acercó lentamente, como si pidiera permiso con el cuerpo. Selma no se movió, pero toda su piel tembló en una única dirección. Cuando él rozó su mejilla con los labios, ella cerró los ojos. Sentirlo, oler su piel, tocarse en ese momento, era inevitable.
Lo que vino después no fue prisa, fue entrega. Cada caricia era un reconocimiento, cada respiración una manera nueva de hablarse. En ese instante, el tiempo dejó de avanzar con su paso habitual y se suspendió entre sus cuerpos.
Llegaron juntos a un punto de éxtasis total que ninguno de los dos había conocido. No era solo placer. Era otra cosa. Una mezcla de vulnerabilidad, deseo y algo parecido a la paz.
Cuando al fin descansaron, entrelazados y aún con el sabor del vino en la boca, no dijeron nada. Porque no hacía falta. Porque hay cosas que no se explican. Solo se viven. Sólo se sienten.