Capítulo IX: ¿Y ahora qué?
"Una vida dentro, un mundo afuera".
Selma no abrió la computadora ese día.
Ni revisó los mails. Ni respondió los mensajes de WhatsApp de sus clientes, que seguían cayendo con demandas suaves disfrazadas de urgencia.
A las ocho de la mañana ya tenía tres notificaciones con asuntos como “¿te alcanzó el material de ayer?” o “cuando tengas un hueco, ¿podés mirarme esto?”. Las ignoró todas. No por rebeldía, sino por una certeza nueva, brutal: ese día no iba a producir nada.
No podía.
Había algo que latía por debajo, como un zumbido leve pero constante. Y no era ansiedad. Era otra cosa. Más física. Más instintiva. Como si su cuerpo ya supiera algo que su mente todavía se negaba a aceptar.
Se quedó en la cama un rato más, con la persiana entornada y la lluvia dibujando caminos erráticos en el vidrio. Escuchó el tránsito lejano, las gotas en el balcón, el murmullo de la ciudad que avanzaba sin ella.
No sintió culpa. No aún.
Eso vendría después.
Al mediodía se levantó. Caminó descalza hasta la cocina, calentó agua sin hambre y preparó un té. Ni siquiera pensó en las entregas pendientes, en la corrección que tenía que entregar el viernes, o en la videollamada de presupuesto que había pospuesto dos veces. Todo eso había quedado, por un instante, suspendido.
El mundo laboral del que vivía —hecho de plazos difusos, contratos verbales y promesas no siempre cumplidas— era también frágil. Sabía que ausentarse un día podía costarle un cliente. Pero esa mañana, no le importaba.
Porque algo más urgente pedía ser atendido.
A las dos de la tarde salió. Caminó lento, con la capucha del abrigo caída y los auriculares puestos, aunque no sonaba música alguna. Compró un test en la farmacia de la esquina sin decir palabra.
Volvió rápido.
Lo dejó en la mesa del baño durante una hora, ignorándolo. Como si no estuviera. Como si seguir trabajando —o fingir que trabajaba— pudiera anularlo.
Pero al final lo hizo.
Y cuando lo vio, el mundo se reacomodó en un nuevo eje. Uno que no había elegido. Uno que ni siquiera había imaginado.
No lloró.
No se rió.
Se quedó quieta, sentada en el borde de la bañera, con las manos sobre el vientre como si ya pudiera sentir algo allí, latiendo.
Y pensó. No en el futuro. Ni en nombres. Ni en Octavio. Ni en el otro.
Pensó en ella.
En si estaba lista.
En si alguna vez se está.
Y entonces pensó que la vida —y quizás también Dios— le habían tendido una trampa.
Una trampa elegante, silenciosa, perfectamente disfrazada de deseo.
Un gesto de ironía divina: un test positivo entre los dedos, el miedo clavado en el pecho, la bronca agazapada en la garganta… y la pasión por Alex, esa pasión desbordante que alguna vez la hizo sentir viva, ahora reducida en pedacitos.
Como una película que se rompe en medio de la proyección. Como una música que suena, pero desafinada.
No era justo.
Ni siquiera era claro.
¿Era amor lo que había sentido? ¿O sólo hambre? ¿Soledad mal gestionada? ¿Necesidad de volver a creer en algo?
¿Y ahora qué?
Quiso culparlo a él.
Por llegar tarde.
Por irse temprano.
Por dejarle espacio justo cuando ella lo necesitaba cerca.
Por no preguntar lo suficiente. Por no quedarse.
Pero supo que eso también era fácil.
La culpa era un abrigo tentador, pero mentiroso.
Ella había estado ahí. Consciente. Con todo. Sin red.
Y ahora estaba sola.
Con un cuerpo que la sorprendía.
Con una vida latiendo —¿ya latiendo?— dentro suyo.
Con Octavio esperando del otro lado de la línea, sin saber. Con Alex lejos.
O demasiado cerca.
Y ella… en el medio.
Aturdida.
Respiró hondo.
Y por primera vez, sintió un deseo fugaz —casi imperceptible, casi vergonzoso— de que alguien le dijera qué hacer.
Sólo esta vez. Sólo esta vez quería que alguien decidiera por ella.
Pero no iba a pasar.
Así que se levantó.
Se lavó la cara.
Y empezó a pensar qué iba a decir. Y a quién.
Estaba tan molesta que sólo la incertidumbre le dejaba respirar con calma.
La única tregua venía de no saber. De no tener que decidir.
Porque pensar en el futuro —en ese futuro específico, con pañales, silencios y noches sin dormir— le apretaba el pecho.
Y entonces apareció una idea oscura. Una que no había querido formular hasta ese momento.
¿Y si él lo había tramado todo?
¿Y si, en el fondo, Alex había intuido su vulnerabilidad y la había usado?
¿Y si esa pasión que ella creyó sincera fue apenas una estrategia, un acto, una forma de dejarle algo que no pudiera devolver?
No quería creerlo.
Pero en ese instante, la duda le ofrecía más consuelo que la ilusión.
Tal vez por eso debía pagar.
Por haberse entregado sin condiciones, por haberse permitido sentir sin red, sin freno.
¿Y si ese era su destino?
¿Criar un hijo sola, en un apartamento pequeño, donde apenas cabía su vida actual?
Lejos de su madre.
Pero no tan lejos de sus reproches.
Esos que aún llegaban en forma de comentarios pasivo-agresivos por WhatsApp:
“No todo se puede postergar en la vida, Selma.”
Y ahora esto.
Algo que no había buscado.
Algo que lo cambiaba todo.
Apoyó la frente contra la ventana fría.
Miró la ciudad desde el décimo piso: los techos húmedos, las antenas viejas, el cielo opaco.
Le pareció que Barcelona —esa ciudad que solía inspirarla, agitarla, empujarla— también estaba harta. Gris. Estancada.
¿Y si no podía hacerlo?
¿Y si no quería?
Y de pronto, algo dentro suyo se quebró. No con llanto. No con gritos.
Con una decisión leve, apenas formada.
Tenía que hablar con él.
No por claridad.
Sino porque el silencio ya no alcanzaba.
Le pidió verse fuera.
No en su piso, no en el bar de siempre, no en una terraza con ruido para disimular silencios.
Afuera.
Donde no hubiera paredes que los contuvieran. Donde nada pudiera protegerla.
Y sola.
Como casi nunca.
Como temía estar, pero también necesitaba.
Alex no preguntó por qué. Solo dijo:
“Dime dónde y voy.”
Eligió el parque de la Ciutadella. A las seis. Justo antes de que el sol se escondiera detrás de los árboles y dejara esa luz dorada que parecía mentira.
Mientras se cambiaba, tomó el teléfono casi por reflejo.
Y le escribió a Octavio.
“Hoy no llego al café. Estoy bien, solo necesito un rato para mí. Mañana te cuento, ¿vale?”
No era mentira.
Pero tampoco era toda la verdad.
Y eso fue lo más que pudo permitirse.
Lo releyó dos veces antes de enviarlo. No quería preocuparlo. Pero tampoco podía incluirlo en esto.
No todavía.
Esa tarde, por primera vez en días, no pensó en lo que sentía.
Pensó en lo que tenía que hacer.
Había evitado esa conversación como si postergarla pudiera cambiar el resultado.
Pero ya no.
Ahora tenía que mirar su realidad de frente, sin disfrazarla de deseo ni envolverla en palabras lindas.
Se puso el abrigo largo, ese que siempre la hacía sentir más firme de lo que en realidad era.
Cruzó la ciudad en metro, con la respiración contenida y el corazón encogido.
Al salir, el aire le pareció más frío de lo que esperaba.
Alex ya estaba ahí.
De pie, con las manos en los bolsillos.
Y cuando la vio, sonrió.
Como si nada.
Como si todo fuera igual.
Y en ese instante, supo que nada lo era...
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Qué te pareció?