miércoles, 4 de junio de 2025

Novela 35 años-Capítulo VIII: “Cuando todo se redefine.”

 

Novela 35 años



                                  Capítulo VIII: “Cuando todo se redefine.” 

                                                       Y nadie lo ve venir...


Selma abrió la puerta con una lentitud que no era duda, sino ritual. Cada centímetro revelado de Alex era como una confesión no dicha, una respuesta a las preguntas que aún no se habían formulado.

—Pensé que... —empezó él, pero se quedó allí, suspendido entre la frase y la respiración.
Ella lo miró, con los ojos aún húmedos, y sin embargo firmes. No hizo falta invitarlo a pasar. Alex cruzó el umbral como quien entra en un templo roto, con la reverencia de quien sabe que un paso en falso podría hacerlo todo trizas.
—¿Por qué has venido? —preguntó Selma, sin suavidad, pero tampoco con reproche.
Alex se frotó la nuca, como si quisiera borrar el día de su piel.
—Porque no podía más. Porque necesito verte, explicarte... Porque no quiero que esto se convierta en un silencio largo, de esos que terminan en olvido.
Ella lo dejó hablar, y mientras él desbordaba palabras —torpes, sinceras, calientes— se dio cuenta de que lo que más la conmovía no era lo que decía, sino cómo lo decía: como alguien que no sabía si tenía derecho a ser escuchado.
—No sé qué quiero de ti —dijo Selma al fin, interrumpiendo su monólogo—. Pero sí sé que no puedo seguir dividiéndome entre lo que siento y lo que debería hacer.
El gato maulló como un acento involuntario, y Alex sonrió. Esa sonrisa la desarmó un poco.
—¿Puedo pasar? —preguntó él, casi en un susurro.
Selma dudó un instante. Pensó en Octavio. Pensó en la carita de nieve. Pensó en el fuego que Alex encendía y en lo que podría dejar quemado.
Y, contra todo, asintió.

Aunque ambos morían por amarse una vez más, dejaron el deseo latente, como una brasa que arde sin consumir. En su lugar, comenzaron la tarde-noche pidiendo pizza y descorchando un vino viejo que Selma tenía guardado para alguna ocasión especial, una que nunca había llegado… hasta ahora.
El corcho salió con un suspiro seco, y el aroma a ciruelas y madera antigua llenó el aire, como si ese vino hubiera esperado en silencio por este exacto momento. Selma sirvió dos copas con manos más seguras de lo que se sentía por dentro, y Alex la observaba en silencio, como si cada movimiento suyo fuera una oración.
—Nunca pensé que acabaríamos así —dijo él, con una media sonrisa, mientras la copa descansaba entre sus dedos.
—¿Así cómo? —preguntó Selma, hundida en el sofá, con las piernas cruzadas y el chignon deshecho.
—Conteniéndonos —respondió él—. Como si el fuego se pudiera guardar en una botella. Como este vino.
Ella se rió suavemente, sin mirar directamente.
—Quizá es lo que necesitábamos. Probar si también podemos hablar, estar… sin quemarnos.
El timbre sonó, rompiendo el encanto por un instante. La pizza había llegado, como una excusa para distraerse de lo que no se decían. Comieron con las manos, sin protocolos, entre risas contenidas y silencios densos. Y en algún momento, entre el segundo sorbo de vino y la última porción, los ojos de Alex se cruzaron con los de Selma.

El deseo seguía allí, vibrando como una cuerda tensada. Pero esa noche no se soltó. Esa noche no fue piel, fue presencia.
Y aunque no se tocaron, algo en ellos se unió de otra manera. Más honda. Más peligrosa.

De vez en cuando, las cosas no tienen explicación. La atracción entre Selma y Alex, que al principio parecía súbita y sorpresiva, no se podía describir con palabras. Era algo más antiguo, más animal y al mismo tiempo más profundo. Algo que se reconocía en la piel, no en la lógica.
Después de cenar, de reírse con bocados cruzados, de confesarse pequeñas historias que no necesitaban contexto, lo inevitable se volvió simplemente natural. Era imposible no sentirlo. Imposible no notar el calor que se acumulaba en cada cruce de miradas, en cada roce de manos al pasar los platos, en cada silencio que decía más que cualquier frase ingeniosa.

La penumbra del apartamento los envolvía como un pacto. Sólo la luz cálida que venía desde la cocina recortaba sus figuras. Y en medio de esa sombra blanda, algo se rompió —o se liberó.
Alex se acercó lentamente, como si pidiera permiso con el cuerpo. Selma no se movió, pero toda su piel tembló en una única dirección. Cuando él rozó su mejilla con los labios, ella cerró los ojos. Sentirlo, oler su piel, tocarse en ese momento, era inevitable.
Lo que vino después no fue prisa, fue entrega. Cada caricia era un reconocimiento, cada respiración una manera nueva de hablarse. En ese instante, el tiempo dejó de avanzar con su paso habitual y se suspendió entre sus cuerpos.
Llegaron juntos a un punto de éxtasis total que ninguno de los dos había conocido. No era solo placer. Era otra cosa. Una mezcla de vulnerabilidad, deseo y algo parecido a la paz.
Cuando al fin descansaron, entrelazados y aún con el sabor del vino en la boca, no dijeron nada. Porque no hacía falta. Porque hay cosas que no se explican. Solo se viven. Sólo se sienten.



Al día siguiente, Alex partió temprano. Un beso, un café tibio que no llegaron a terminar, y una despedida sin promesas. Él tenía trabajo, compromisos, una vida que no incluía quedarse a mirar el sol filtrarse por las persianas de Selma.
Ella se quedó en casa. Descalza, en silencio, con el aroma de la noche aún flotando en el aire. Puso música suave, abrió el computadora y trató de sumergirse en sus pendientes, pero su mente flotaba entre los recuerdos del cuerpo de Alex y las preguntas que no se atrevía a hacer.
Por la tarde, puntual como siempre, Octavio llegó. Con su cuaderno bajo el brazo, dos cafés en la mano y esa sonrisa ladeada que mezclaba complicidad con sospecha.
—¿Entonces? —preguntó, apenas entró, sin quitarse aún la bufanda—. ¿Qué ha pasado por aquí, que huele a locura?
Selma dudó un instante. Había algo dentro de ella que aún estaba crudo, tierno. Pero miró a Octavio, a su forma de esperarla con los ojos, con el cuerpo entero. Y decidió no ocultarlo.
—Pasó que vino. Y no me escondí. Pasó que hablamos, comimos pizza, bebimos ese vino viejo que nunca encontraba su momento... y pasó que no pudimos evitarlo.
Octavio se sentó despacio. No dijo nada de inmediato. Sólo asintió con una ceja levantada, como quien procesa una trama inesperada.
—¿Y estuvo bien?
Selma suspiró. No era una pregunta fácil, pero tampoco difícil.
—Sí. Fue... distinto a todo. Fue real. No sé si correcto, no sé si sabio. Pero real. Y eso ya es raro.
Octavio rió por lo bajo.
—Dios mío, Selma. Esto parece escrito por ti misma. Si fuera una novela, yo ya estaría enganchadísimo.
—Lo sé —dijo ella con media sonrisa—. Pero no quiero esconderme en las metáforas. No quiero idealizarlo. Solo contarte lo que fue.
No le dio detalles íntimos, pero su mirada decía mucho más. Octavio escuchaba con una atención casi reverente, como si sus palabras fueran un secreto que había esperado toda su vida. Y aunque bromeó, y fingió tomar notas imaginarias, algo en su interior dolía. No por celos evidentes, sino por esa sensación amarga de saber que el corazón de alguien se le estaba yendo hacia otro lugar.
—¿Vas a volver a verlo? —preguntó al final, como quien no quiere parecer ansioso.
Selma lo miró, con ternura.
—No lo sé. No quiero correr. No quiero empujar nada. Pero tampoco quiero cerrarlo.
Octavio asintió otra vez, y alzó su café como en un brindis mudo.
—Pues aquí estaré —dijo—. Para cuando quieras contarlo todo, o para cuando no quieras decir nada.
Y Selma sonrió. Porque sabía que, pasara lo que pasara, él estaría ahí.
Pero algo pasó. Algo que Selma nunca había imaginado. Algo que la sacudió en mitad de una semana cualquiera, cuando todo parecía, al fin, empezar a ordenarse.
Era miércoles por la mañana. Llovía. Pero algo no estaba bien.
No era solo el cansancio, ni el nudo en el estómago por la bronca contenida, ni siquiera el insomnio que la acompañaba desde hace semanas. Era otra cosa.
Una incomodidad física, sutil pero persistente. Un mareo leve que ya no podía culpar al estrés. Una sensación rara, profunda, como si su cuerpo intentara decirle algo antes de que ella estuviera lista para escucharlo.
Se levantó y fue al baño. Se mojó la cara. Se miró al espejo largo rato. Tenía los ojos hinchados y la piel más pálida de lo habitual. Pensó en la fecha. Hizo cuentas rápidas. Algo no cerraba. O quizás sí.
Sintió un escalofrío.
Se aferró al borde del lavabo, respiró hondo. Por primera vez, dejó que el pensamiento la atravesara, sin empujarlo al fondo como había hecho tantas veces antes.
—No... —susurró, apenas audible, como si esa palabra pudiera detener lo inevitable.
Y entonces entendió: había algo más. Algo que estaba por cambiarlo todo...




No te pierdas el próximo capítulo: Miércoles 11 de junio de 2025.

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