Laguna |
Rodeada de cajas y de la música que sonaba de fondo, Ania tomó el único objeto que decoraba la chimenea. Con un soplido, no solo dejó volar el polvo, sino también un puñado de recuerdos que crecieron en ese hogar: dos niños que ahora eran adultos, un marido de una época fantástica y una vida que parecía de otro tiempo.
Hacía tres años que un trágico accidente en la carretera la había dejado viuda. Había aprendido a vivir con la soledad de un amor arrebatado físicamente, pero que seguía vivo en cada rincón y recoveco de su alma.
Tenía 37 años cuando se quedó sola, y 42 cuando decidió escapar del dolor que le provocaban los muros de esa casa. Se había cansado de forzar su mirada fija hacia la madera del techo, de las noches interminables en la cama de una sola plaza de la habitación vecina, y de la imposibilidad de pasar siquiera una noche en la habitación principal.
El tormento de una juventud desperdiciada le había arrebatado la vitalidad hacía mucho.
Así fue como, una fría tarde de invierno, Ania dio dos vueltas a la llave y cerró para siempre la puerta de aquel pasado que tanto la entristecía. Mientras esperaba que el resto de sus cosas llegaran a destino, tomó dos maletas de ropa, cuatro cajas con utensilios y, con todo aquello que pesaba más en recuerdos que en kilos, cargó el coche. Con las manos heladas, frotándoselas para entrar en calor, suspiró y dijo adiós.
Hubiera sido mejor partir en primavera, pero un impulso sin nombre la obligaba a no mirar atrás. Así emprendió un viaje del que, sin saberlo, ya no habría retorno.
El trayecto no fue fácil. La nieve dificultaba el camino, y Ania no quería llegar demasiado tarde. Sabía que las bajas temperaturas entorpecerían el paso del agua por las cañerías y que sin electricidad, la noche sería un desafío. Pero no le temía al cambio brusco de confort. Por primera vez en años, su mente, su corazón y su voluntad estaban en sintonía.
El hielo no daba tregua, pero luego de siete horas, la vio. Allí estaba: una casa de madera, perdida entre una arboleda congelada y rodeada por un lago cubierto de escarcha.
“La casa de la laguna”, como la llamaban en su infancia. Un lugar familiar, refugio de veranos y de reuniones. Ahora, olvidada por el tiempo y el mundo moderno, seguía tan bella como antes, aunque vieja y desgastada.
Era su única herencia material, y al verla confirmó que la soledad había sido la única compañía de esa casa durante todos estos años.
Dispuesta a darle una nueva vida, Ania prometió restaurarla, sin imaginar que los secretos de una casa abandonada la transformarían a ella, para bien o para mal.
El interior contaba con un salón iluminado por un gran ventanal que daba a un campo ahora vacío, pero que en primavera se vestía de verde y flores. Ania recordó cómo, de niña, se pegaba a ese vidrio para ver las luciérnagas que iluminaban las noches de verano.
Perdida en esos recuerdos, un ruido súbito la trajo de vuelta a la realidad. Era la nieve cayendo por la chimenea, acumulándose estática debido al frío extremo.
En medio del polvo y la emoción, tomó la caja donde había guardado trozos de madera y, con las manos entumecidas, intentó hacer fuego. Poco a poco, las llamas comenzaron a crecer, devolviéndole el calor al cuerpo y la sonrisa al rostro. Bebiendo el último sorbo de té tibio que traía en su termo, suspiró.
Había vuelto a la casa de la laguna, y con ello, también había vuelto una energía desconocida, como si renaciera entre esas paredes.
Encendió una radio a pilas y empezó lo básico: limpiar. Descubrió que los muebles seguían casi intactos, protegidos por sábanas multicolores que su madre había dejado antes de que la familia abandonara el lugar.
En dos horas, la casa recobró parte de su encanto. Pero cuando el cansancio apareció, supo que sería una noche difícil: sin electricidad, apenas podía calentarse con el fuego de la chimenea. Acurrucada junto a las brasas, el sueño la venció... hasta que un golpe repentino la despertó.
–¿Qué fue eso? – preguntó Ania, aterrada.
El ruido se repitió, esta vez más fuerte, proveniente de la puerta. Con los nervios que tenía encendió una vela y, con una madera en la mano como defensa, se acercó lentamente.
Con el corazón en la garganta, giró el pestillo muy despacio. Al otro lado, un hombre abrigado hasta el cuello la miraba con amabilidad:
–Buenas tardes. Mi nombre es Eloy. Vivo en la casa al final del lago. Vi el humo de su chimenea y quise saber si necesitaba algo. Somos vecinos.
Ania, helada por el frío y el miedo, respondió con brusquedad:
–No, gracias. Buenas noches.
Y cerró la puerta de golpe.