Gracias de corazón por haberme acompañado en esta aventura de escribir una novela en 10 capítulos.
Ha sido un camino lleno de retos, donde mantener la constancia no siempre fue fácil… pero lo logré, y saber que estuviste ahí lo hizo mucho más especial.
Cada palabra escrita fue también un puente hacia ti.
Nos encontraremos en la próxima historia, con nuevas emociones y otro registro, pero con la misma ilusión.
¡Espero, vuelvas a estar por aquí!
Capítulo X: Un latido
"Una vida dentro. Una verdad afuera."
—Hola —dijo él, con esa voz baja que antes le gustaba tanto.
Selma no respondió de inmediato.
Caminó despacio
hasta quedar frente a él, dejando un espacio intencional entre
ambos.
Alex interpretó el silencio como nerviosismo.
—No
tienes que decir nada si no quieres —dijo, como si eso fuera un
alivio.
—No es eso —murmuró ella.
Una ráfaga de viento le voló un mechón de pelo. No
se lo acomodó.
Tenía la garganta seca. La lengua como de
cartón.
Había ensayado frases durante todo el trayecto, pero
ahora cada palabra le parecía torpe o inútil.
Alex dio un paso más cerca, preocupado.
—¿Te
pasa algo? Estás... distinta.
“Claro que estoy distinta”, pensó. “Estoy
embarazada y no sé cómo decírtelo.”
Pero no lo dijo.
Todavía
no.
—Pensé que estabas así por... por lo nuestro. Por cómo terminó. Por tu familia. —Hizo una pausa breve, como tanteando el terreno—. Sé que no fue simple. Que lo nuestro... no debió pasar así.
Lo nuestro.
Esa expresión le arañó algo.
Como
si hubieran tenido una historia con nombre y forma.
Y no solo una
noche. Una pasión desbordada que rompió todas las reglas.
—¿Crees que estoy así por eso? —preguntó ella, con una media sonrisa triste.
Alex pareció confundido.
—No sé. Tal vez me
equivoco. Solo quiero que me digas cómo estás.
Selma se cruzó de brazos. No por defensa, sino porque tenía frío. O miedo. O ambas cosas.
—Estoy embarazada.
Lo soltó.
Sin adornos.
Sin pausas.
Como si
decirlo rápido quitara un poco del peso.
Alex no reaccionó al instante.
Parpadeó una vez.
Luego otra.
Los segundos se estiraron hasta parecer minutos.
—¿Qué...?
—Sí. —Ella lo interrumpió. Tenía que tomar el control de su propio relato—. Es tuyo. No estoy viendo a nadie más. No fue un “accidente” porque no fue nada. Fue sólo lo que fue.
Él pasó una mano por su rostro. Como si necesitara asegurarse de estar despierto.
—¿Estás segura?
Esa pregunta, aunque predecible, le dolió.
Pero
no se sorprendió.
No podía culparlo.
—Sí —dijo, firme—. Y no estoy aquí para
pedirte nada. Ni para que decidas ahora qué quieres hacer.
Estoy
aquí porque necesitaba decírtelo.
Porque este silencio me estaba
comiendo viva.
Alex tragó saliva. Miró al suelo, luego a ella.
En
sus ojos había algo parecido al miedo, pero también una sombra de
algo más: responsabilidad, quizás.
—No me esperaba esto.
—Yo tampoco.
Silencio.
Otra ráfaga de viento.
Un niño pasó
corriendo con una cometa. El hilo se enredó en unos arbustos, como
si hasta el juego tuviera trabas.
Alex la miró largo rato.
Y por primera vez, no
sonrió.
—¿Qué vas a hacer? —repitió Alex, con la voz apenas audible.
Selma se tomó unos segundos. Miró sus manos. El
brillo opaco de sus uñas, la piel un poco reseca por el frío.
Y
entonces lo dijo.
—No lo sé.
Lo miró. No con miedo. Con verdad.
—Siento que esto... no era para mí.
No
así.
Necesito pensar.
Necesito estar sola.
Las palabras cayeron una a
una.
Lentas.
Irreversibles.
Alex asintió sin mirarla.
Ella se levantó,
temblorosa, como si el cuerpo le pesara más de lo habitual.
Él no se movió.
Se quedó ahí, sentado en el
banco, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las
manos.
No sabía si debía decirle quédate
o si sería un alivio dejarla ir.
Pero no dijo nada.
Nada.
Y en ese silencio se deshizo algo que nunca había terminado de armarse.
El camino de vuelta le pareció más largo.
El
vagón del metro estaba casi vacío, y en el reflejo de la ventana
vio su rostro como si fuera el de otra.
Una mujer que se había
corrido del guion.
Que había sentido demasiado.
Y que ahora
tenía que sostener las consecuencias, aunque no supiera cómo.
Cuando Selma bajó del metro, el cielo ya estaba oscureciendo. Caminó los últimos pasos sin prisa, con la cabeza cargada y el cuerpo agotado. Al doblar la esquina de su calle, lo vio.
Octavio.
Estaba allí, frente al portal, con las manos en los bolsillos del abrigo y los hombros encogidos. No caminaba de un lado a otro. No miraba el móvil. Solo esperaba. Había tocado el timbre, no una, sino dos veces, pero al no obtener respuesta —y al conocerla, o al menos creer que la conocía— decidió quedarse.
Y acertó.
Selma lo reconoció enseguida y sintió el corazón acelerarse. No por sorpresa. Ni siquiera por culpa. Era puro cansancio emocional.
Él la vio. Se enderezó. No sonrió. Solo la miró, con una mezcla de alivio y desconcierto.
—Pensé que no ibas a volver hoy —dijo, sin rodeos.
—Yo también —respondió ella, apenas audible.
Un silencio denso, que no incomodaba del todo pero tampoco ofrecía consuelo, se instaló entre los dos.
—¿Dónde has estado? —preguntó él con cuidado, sin tono de reproche. Solo con esa inquietud que aparece cuando algo no encaja.
—Caminando. Pensando. Respirando.
Octavio asintió. No dijo nada más.
—¿Estás bien?
Ella dudó. Podía mentir, decir que sí, que solo estaba cansada. Pero no serviría de nada.
—No lo sé —respondió—. Estoy pasando por algo. Algo que no sé cómo explicar.
Él dio un paso más, aún sin tocarla.
—¿Tiene que ver con Alex?
Selma bajó la mirada. Podía gritar que sí, que tenía que ver con él, con esa noche, con ese error... pero no lo hizo.
—Tiene que ver conmigo —dijo—. Con cosas que se desordenaron dentro y no sé cómo volver a poner en su sitio.
—No tienes que contarme nada si no quieres. Pero estoy aquí —murmuró él—. No me gusta verte así.
Ella tragó saliva. Lo quería. No de esa forma tal vez, pero lo quería cerca. Y aun así, sentía que no podía compartirlo todo todavía.
—Gracias por esperarme —dijo, mientras sacaba las llaves del bolso.
—No podía quedarme tranquilo. Sentía que algo pasaba.
—Lo siento. No sé cuánto tiempo voy a estar así. Un poco lejos. Un poco ida.
—Entonces me quedo cerca —contestó—. Por si vuelves.
Selma lo miró un segundo, con un nudo en la garganta. No dijo nada más. Abrió la puerta del edificio.
—¿Quieres subir? —preguntó, sin pensarlo demasiado.
Él asintió.
Subieron en silencio. Y en cuanto entraron al piso, ella cerró la puerta y explotó.
—Estoy embarazada —soltó de golpe, sin filtro, sin aire.
Él se quedó quieto. Ella no se detuvo.
—Es un error. Un error enorme. Nunca quise ser madre. Y menos así... con alguien que fue mi cliente. Una locura ¡Mi cliente!
Se llevó las manos a la cara, intentando contener una mezcla de rabia y vergüenza.
—Esto me pasa por haberme confiado, por haber confundido el deseo con otra cosa. Por pensar que podía jugar a tener el control... y perderlo.
Se sentó en el borde del sofá, con la respiración entrecortada.
—Es como si los deseos de mi madre me hubieran alcanzado igual, incluso huyendo de ellos. Como si la vida me dijera: “¿No querías lo que esperaban de ti? Pues toma. Aquí lo tienes. A la fuerza.”
Octavio no dijo nada. No se movió. Solo la miraba, con los ojos llenos de algo que no era juicio, ni lástima. Era comprensión. Era dolor compartido.
—Esto me lo merezco —añadió ella, con voz rota—. Es el precio de mis treinta y cinco años. Me están pasando factura.
Y entonces Selma se dio la vuelta, como empujada por una necesidad más fuerte que el orgullo. Lo abrazó. Se aferró a él como una niña que buscaba refugio en medio de la tormenta.
Y lloró.
Lloró con todo lo que había contenido durante días, semanas, quizás años. Lloró por el miedo, por la culpa, por la rabia. Por todo lo que no había podido decir.
Octavio no intentó calmarla. No la interrumpió. Solo la abrazó con la misma intensidad, con los ojos también llenos, y lloró con ella.
No por el hijo que no era suyo.
Sino por la mujer
que quería tanto.
Los días fueron pasando y Selma seguía negada. No
quería hablar del tema, no quería pensarlo, no quería
sentirlo.
Octavio la apoyaba como podía: sin invadir, sin forzar,
simplemente estando.
Alex, en cambio, permanecía del otro lado.
En un silencio espeso, obligado, que sólo acentuaba el desconcierto.
Todo había ocurrido tan deprisa, tan fuera de guion, que nadie
parecía saber cómo reaccionar.
Selma se sentía mal. Entre los malestares físicos y
el enfado que arrastraba consigo misma, apenas le quedaba oxígeno.
Las náuseas, el cansancio, el vértigo.
Ya habían pasado cuatro
semanas desde aquella tarde en el parque.
Y seguía sin consultar
a nadie. Sin médico, sin ecografía, sin certezas.
Hasta que una noche, de golpe, el cuerpo habló más fuerte que su cabeza.
Se despertó sobresaltada. Un dolor agudo, bajo,
punzante.
Y sangre. Más de la que habría esperado.
Más de la
que podía ignorar.
Con las manos temblorosas, llamó a Octavio.
Él
llegó en cuestión de minutos, sin hacer preguntas. Sólo la ayudó a
vestirse y la llevó a urgencias.
El trayecto fue en silencio. Ella no podía hablar. Él no quería asustarla más.
En el hospital, tras las primeras revisiones,
decidieron hacer varios análisis. El sangrado era considerable y el
miedo crecía a cada segundo.
Finalmente, le detectaron un
hematoma. No era grave, pero requería reposo. Seguimiento.
Y entonces pasó algo inesperado.
Una doctora joven, de voz suave pero firme, apoyó el
ecógrafo sobre su vientre.
Y en medio de esa imagen borrosa, en
blanco y negro, se escuchó.
Un latido.
Claro. Acelerado.
Innegable.
Selma se quedó quieta.
El sonido le atravesó el
pecho como un puñetazo, pero no dolía.
La despertaba.
Como si
alguien le gritara desde dentro:
“Aquí
estoy.”
Y fue ahí, justo ahí, donde algo invisible se
removió.
Donde lo negado se volvió real.
Donde, por un
instante, dejó de huir.
Octavio le apretó la mano, en silencio. No dijo
nada.
Pero lo supo.
Ese latido no sólo le hablaba a ella.
Los
alcanzaba a los dos.
Selma se sintió pequeña. Egoísta.
Ahí, sentada
en aquella camilla, con los restos del miedo todavía recorriéndole
el cuerpo, comprendió que ya no importaba nada más.
Ni el cómo,
ni el quién, ni siquiera el por qué.
Solo esa vida diminuta que
latía dentro de ella.
Un corazón que no había pedido nada: ni
casamiento, ni certezas, ni explicaciones.
Sólo existir. Sólo ser.
El mundo se le vino abajo. Pero, en esos segundos,
también empezó a construirse uno nuevo.
Pensó en su madre. En
todo lo que había hecho por ella, incluso cuando no supo cómo.
Y
al volver a casa, exhausta pero distinta, quiso soltar los rencores
como quien se quita un abrigo viejo y pesado.
Como si una nueva
Selma —una más honesta, más humilde, más viva— hubiera
emergido de las cenizas.
Marcó el número después de meses de silencio.
Su
madre respondió al segundo timbre. Como si la hubiera estado
esperando cada día.
—Hola, mamá —dijo Selma, con la voz trémula.
Hubo una pausa. No por sorpresa. Sino por emoción
contenida.
Después, la voz de su madre, más débil de lo que
recordaba, respondió:
—Hola, hija.
Ambas habían cambiado.
La distancia no había
sido solo geográfica.
Su madre llevaba meses librando una batalla
contra una enfermedad feroz, y eso le había bajado la guardia, le
había limado los juicios.
Selma le pidió que viniera.
Y al verla en la
puerta, más frágil, pero con la misma mirada de siempre, la abrazó
sin reservas.
Lloraron las dos.
Sin hablar del pasado. Sin
repasar heridas.
Sólo lloraron.
Entonces, Selma se lo dijo.
—Estoy embarazada, mamá.
Y no fue buscado. Ni
ideal. Ni fácil.
Pero está aquí.
Su madre no dijo nada.
Solo la abrazó más
fuerte.
Como si comprendiera todo sin necesitar una sola palabra.
—Lo único que quiero —dijo, al fin— es que tú y ese niño estén bien.
Y por primera vez en mucho tiempo, Selma sintió que
no tenía que defenderse.
Sólo dejarse cuidar.
Los meses pasaron y el miedo, poco a poco, se fue
disipando.
Su vientre crecía, redondo y firme como una
promesa.
Octavio seguía firme a su lado, sin exigir nada,
simplemente estando.
Y su madre, contra todo pronóstico, no
emitió reproches. Solo gestos pequeños, cotidianos, que decían:
"Estoy aquí".
Selma aprendía a querer de otra manera.
Más
tranquila.
Más confiada.
Empezaba a comprender que el amor no
siempre es un vértigo; a veces es constancia, silencio compartido y
apoyo sin condiciones.
El día del parto llegó con el sol de la mañana.
Fue
natural, intenso, hermoso.
Un trabajo de cuerpo y alma.
Cuando
por fin lo tuvo en brazos, lloró.
No por dolor.
Sino porque
nunca había sentido algo tan limpio, tan poderoso.
Era un niño precioso. De ojos abiertos como si ya
supiera demasiado del mundo.
Y ella, agotada y transformada, solo
pudo susurrarle:
—Aquí estoy.
Te prometo que lo voy a intentar
con todo lo que tengo.
Tres días después, al salir de la maternidad, lo
inesperado.
Frente a la puerta, parado bajo un cielo claro, estaba
Alex.
Con
un ramo de rosas blancas en la mano y los ojos húmedos.
La había
seguido de lejos.
Sabía todo, gracias a Octavio.
Selma se quedó inmóvil un segundo.
No de
duda.
Sino por el nudo en la garganta.
Él dio un paso.
Ella otro.
Y se abrazaron.
Fuerte. Largo.
Como si lo demás
—el dolor, la confusión, la distancia— se deshiciera en ese
gesto.
—Te presento a tu hijo —dijo Selma, con voz temblorosa.
Él lo miró, sin palabras.
Y en ese instante,
algo se encendió en sus ojos.
Hoy, cada uno sigue en su casa.
Han decidido no
forzar nada.
Alex aprende a ser padre.
Selma, a ser
madre.
Octavio, el tío perfecto, aparece siempre con libros,
pañales o historias disparatadas.
Y su madre, feliz, cuida sin
invadir.
Tienen planes.
De convivencia, de familia.
Pero
sin prisas.
Porque han entendido que no todo tiene que resolverse
rápido.
Que a veces, lo más valioso nace del caos.
Y se
construye, día a día, con paciencia, con amor, con verdad.
Y nada tiene que ver con la edad. Nada!!!
Selma, felices 36 años!!!
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Autora: Aldana B. (Alias Francine).
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