miércoles, 7 de mayo de 2025

Novela: 35 años - Capítulo IV: Una semana sin relojes.

 


Si aún no conocés a Selma, te invito a empezar por el primer capítulo —El peso del reloj, donde comienza a desanudarse el tiempo de su vida… uno que no siempre avanza al ritmo que ella quisiera.

Y si ya vienes caminando con ella, sabés que cumplir 35 ha venido con pastel ni fiesta —al menos, no como la imaginaba.
Solo una casa familiar.
Una cena impuesta.
Y demasiadas palabras que no debían decirse… pero se dijeron.

En el nuevo capítulo, Selma atraviesa esa semana que viene después del estallido.
Donde el silencio no castiga, sino que libera.
Y donde el deseo —ese que nunca se agenda— empieza a hacerse oír.

 Todos los miércoles, un nuevo episodio.

 Gracias por leerme!





                                     Capítulo IV: Una semana sin relojes

                                               “Cuando nadie mira, algo florece”


Había pasado una semana desde la cena.
Siete días en los que el mundo pareció hacer silencio a su alrededor.
No uno hostil, sino necesario. Un silencio útil, como una sala blanca donde uno entra a curarse.

Selma no habló con nadie de su familia.
Nadie la buscó. Nadie se animó.

Octavio tampoco fue a verla.
Y sin embargo, su presencia no faltaba.

Le había enviado algunos mensajes.
Pequeños gestos de afecto, sin invasión.

“Estoy aquí si necesitas hablar.”
“Cuando quieras reírte, tengo historias guardadas.”

Pero no se las contó. No esta vez. No era el momento.
Octavio sabía dar espacio. Y Selma lo entendía.
Se necesitaban, sí, pero también sabían cuándo soltar la cuerda un poco, confiar en que el otro seguiría ahí.

Fue un duelo.
Pero no por Octavio.
No por la familia.
Fue un duelo consigo misma.

Durante esa semana, el trabajo fue su refugio.
Se aferró a las tareas, a los correos, a los informes, como si cada documento que organizaba ordenara también una parte de su interior.
Cuando dicen que el trabajo es terapia, pensó más de una vez, no mienten.

Y entre planillas y reuniones, pensaba en él.
En Alex.

Lo había conocido en una consulta rápida.
Un nuevo cliente. Un caso más.
Pero su presencia le quedó dentro como un eco.
No era belleza lo que la había impresionado, ni una frase ingeniosa.
Fue la forma en que la escuchó. De verdad.
Como si no estuviera apurado.
Como si lo que ella decía tuviera un peso que pocos le daban.

Lo volvió a ver el jueves.
Él estaba en el hall de su oficina, esperándola.

—¿Estás bien? —preguntó con una voz que no exigía nada.

—Sí, muy bien, gracias —respondió Selma.
Era mentira, pero la sonrisa que le regaló era sincera.

Subieron juntos a la oficina. Selma quiso mostrarle algunos avances.
Ya habían hablado del proyecto: el espacio multifuncional en Montjuïc, abierto a la luz natural, sin rigidez, con alma.
Pero esta era la primera vez que él veía cómo ella había traducido esas ideas al lenguaje visual.

La oficina de Alex era moderna y luminosa.
Un espacio amplio, de techos altos y líneas limpias, con superficies claras, mobiliario funcional y detalles elegidos con precisión.
No era fría, a pesar de su estética pulida; al contrario, tenía algo cálido, casi doméstico:
una lámpara de pie con luz ámbar en una esquina, una cafetera italiana sobre la repisa, una selección de libros gráficos bien cuidados.

Era un lugar donde se respiraba trabajo… pero también vida.
Y con Alex allí, ese aire parecía tener otro peso.

—¿Te apetece un café? —preguntó, sin mirar demasiado.
Él asintió con una sonrisa breve.

Le sirvió uno en su taza favorita, con una nube de crema que flotaba como una caricia.
Se lo alcanzó, y él lo tomó con una expresión neutra, serena.
No dijo nada más.
No se acercó del todo.
No cambió el tono.

Y sin embargo, Selma sentía cómo su cuerpo se encendía en un lenguaje que no sabía traducir.
Él no demostraba nada. Ninguna señal evidente.
Pero había algo en su presencia —en su modo contenido, en su forma de estar ahí sin invadir— que la desarmaba.



Un magnetismo sin precedentes.
Una tensión muda, hecha de miradas que no se cruzaban y silencios que decían demasiado.

Era desconcertante. Porque él no la tocaba. No insinuaba.
Y aun así, el roce del aire al moverse cerca de ella la cubría como una corriente tibia.

Se sentía deseada sin ser mirada.
Expuesta sin ser juzgada.
Viva, sin saber por qué.

Ese contraste la intimidaba.
Porque no sabía cómo fingir lo que su cuerpo ya empezaba a narrar por su cuenta.

Selma sostenía la taza entre las manos, pero ya no sentía el calor del café.
Estaba allí, físicamente presente, pero algo en ella había empezado a irse —como si una parte flotara lejos, distraída por pensamientos que no podía controlar.

Fue Alex quien notó el cambio.

—Disculpa... —dijo con suavidad—. ¿Te encuentras bien? Pareces... distinta desde nuestro primer encuentro. También en las llamadas. Más... no sé, un poco ausente.

Selma lo miró.
Por un segundo dudó si debía decir algo.
Si era prudente dejar salir lo que bullía por dentro.

Pero no lo pensó más.

—Pues... nada —dijo, casi con una sonrisa resignada—. Desde hace una semana he comenzado a transitar los 35.
Se encogió de hombros.
—Las presiones sociales, la familia, han desatado una tormenta que no vi venir.
Lo miró, como si pidiera permiso para continuar.
—Pero no te preocupes. Esto no va a interferir con mi trabajo. No soy de las que mezclan todo. Solo... estoy procesando.

Alex la miró por un segundo, sin decir nada.
Y luego soltó una risa inesperada.
Sincera. Limpia.

Sus dientes brillaron con la luz de la pieza.

Mirá… en eso somos socios.
No pienses que soy tu jefe ni que quiero exprimir tus ideas a mi conveniencia.
¡Claro que quiero que el proyecto salga como lo imaginamos!
Pero, sobre todo, prefiero sentir que estamos al mismo nivel: de trabajo, de pasión, de ideas.
Que vayamos por el mismo camino… así funciono yo.
Así que no temas en ser un ser humano conmigo.

Selma lo miró con una ceja levantada.

Él apoyó la taza en la mesa y se acomodó en la silla, como si acabara de quitarse una capa invisible.

—Ahora… yo no soy el mejor para dar consejos sobre ciertas cosas, la verdad.
No tengo pareja. Ni hijos.
Mi familia está lejos, y mi trabajo es, básicamente, mi único lazo social.
—Si no fuera por la arquitectura, creo que no sabría cómo habitar mi vida.

Sonrió, pero esta vez con una leve sombra detrás.

—He tenido relaciones, sí... pero ninguna memorable. Personas inteligentes, agradables.
Pero todo se disolvía.
Como si faltara... algo esencial.

Selma sintió algo moverse dentro. No era deseo esta vez.
Era identificación.

Había algo en esa honestidad sin drama que la tocaba más que cualquier frase perfecta.
Quizá, por primera vez, estaban en la misma página.
Dos personas que no buscaban salvarse mutuamente, sino simplemente coincidir, por un rato, sin máscaras.

Ninguno supo por qué.
Por qué, de pronto, ser sinceros parecía necesario.
Quitar lo que cubría el alma, aunque fuera por un momento, aunque doliera un poco, se volvió inevitable.

Alex jugó con la taza entre los dedos y preguntó, con tono ligero:

—¿Y qué has hecho para tu cumpleaños? ¿Una mega fiesta, un pastelito en compañía de tu gato?

Selma bajó la mirada.
No era una pregunta malintencionada, pero la tocó donde todavía ardía.

—Eso... mejor olvidarlo —dijo. Su voz fue un poco más baja—. Es lo que ha dejado un sabor amargo toda la semana.

Alex no insistió. Solo asintió con lentitud, como si guardara eso en algún lado sin juzgarlo.

Luego, con esa voz que parecía nunca apresurar nada, dijo:

—Pues dime... ¿te gustaría que intentáramos enmendarlo?

Ella lo miró, desconcertada.

—Me refiero a algo sobrio —continuó él, con una sonrisa breve—. Conozco un restaurante increíble. Es de un buen amigo mío.
Un lugar tranquilo, con comida que reconforta.
—No busquemos festejarte.
Pero sí comenzar con el pie derecho esta nueva etapa.

Se inclinó un poco hacia adelante, sin cruzar ninguna línea.

—Sabes... creo mucho en las energías y es bueno llamar a la buena.

En el cuerpo de Selma, algo se soltó.
Como esos papelitos livianos que vuelan en los carnavales, sin dirección pero llenos de color.
Esperó que no se notara tanto.
Que su cara no la delatara.

—Me encantaría —dijo, con una media sonrisa que no pudo contener.

El viernes —dijo Alex, simplemente.

Hecho —respondió Selma.

Y esa palabra, “hecho”, sonó como un hilo invisible que los ataba por primera vez, sin promesas ni urgencias.
Solo la verdad pequeña de algo que, finalmente, empezaba.

Él la despidió desde el hall, como la primera vez.
Un gesto simple, pero cargado de algo que Selma no terminaba de nombrar.
Hasta el viernes, dijo él, y su voz tenía una calma que contrastaba con el vértigo que ella sentía por dentro.

Había sido una jornada productiva, sí.
Pero al salir, mientras caminaba por la calle, Selma no pensaba en los avances del proyecto ni en los correos pendientes.

Pensaba en él.
En cómo la había escuchado. En cómo se reía.
En la naturalidad con la que habían terminado, sin quererlo del todo, con una invitación que no era una cita, pero tampoco un gesto neutral.

Algo había cambiado.

Ya estaba atrapada, aunque no quisiera admitirlo.
Y por más que intentara mantenerse firme, sabía que no podía —ni quería— evitar ir más lejos.
Y aunque no sabía adónde la llevaría eso, no tenía fuerzas —ni ganas— de retroceder.

Como un gesto natural, sin pensarlo demasiado, tomó el teléfono y buscó su contacto más frecuente.

Octavio...
“Mi compañero de luchas”, como ella solía decirle cuando las cosas se desbordaban.

Mientras buscaba su nombre en la pantalla, pensó en lo inevitable:
en algún momento iba a tener que enfrentar lo vivido en casa de su madre.
Y a su madre, directamente.
Ella había llamado unas cinco veces en la semana.
Selma no contestó.
No porque no quisiera hablar, sino porque no podía.
Todavía no.

Grabó entonces un audio como otras veces, mientras caminaba hacia la estación de metro, con la voz aún tibia por todo lo que había sentido.

—Hola, mi compañero de luchas… aquí tu terremoto.
(Pausa. Se le escapó una risa pequeña, casi nerviosa).
—Este es mi presente actual: sentimientos alborotados, y un cliente que me está... no sé.
Que me está moviendo cosas.
Cosas que ni sabía que seguían ahí.
(Otra pausa).
—No, no pongas esa cara, Octa. No es eso. Bueno, sí, también. Pero es más que eso.
Es esa sensación de que alguien entra a un lugar donde uno había cerrado la puerta hace tiempo... y la abre sin pedir permiso.
(Suspira).
—En fin. El viernes tengo algo parecido a una no-cita.
(Sonríe, bajando la mirada como si él pudiera verla).
—Después te cuento. No me abandones emocionalmente esta semana, ¿okey?
Te necesito entero. Un beso.

Lo envió sin revisar.

Y en cuanto la pantalla volvió a negro, sintió una punzada suave en el pecho:
no de miedo… sino de conciencia.
Esto iba en serio. Aunque aún no tuviera nombre.



(Continuará... el 14 de mayo de 2025).


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