¡Nuevo capítulo disponible!
Si aún no conoces a Selma, te invito a leer el primer capítulo (El peso del reloj), donde comenzamos a descubrir esa mezcla de caos, humor y ternura que es transitar los 35.
Y si ya lo has leído... entonces ya sabes que el día de su cumpleaños está lejos de ser normal. Entre la presión de las expectativas, las emociones al borde, y una reunión laboral que podría cambiarlo todo, Selma se encuentra con Álex Duval:
Arquitecto, 45 años, soltero, sin hijos ni perro —ni fotos familiares como fondo de pantalla.
Con solo una mirada, despierta en Selma algo que ni siquiera ella puede explicar. ¿Fue solo una coincidencia profesional? ¿O un cruce que dejará huella?
En este capítulo, el reloj sigue corriendo, pero el corazón... empieza a correr más fuerte.
No te pierdas este capítulo que hará que te sientas cada vez más cerca de cada personaje.
Si te ha gustado, comparte, comenta y... preparate para lo que viene.
📅 Todos los miércoles, un nuevo Capítulo.
No sabes como me está gustando escribir esta novela.
Mil abrazos,
Aldana B.
Capítulo II: "Cuando el trabajo te desarma".
Bajo fuego: cuando las defensas del corazón caen.
Eran las 9:30 cuando el tren la dejó en la estación de Passeig de Gràcia.
El andén olía a humedad… y a cansancio de oficina. Ese que se pega a los abrigos desde temprano.
Su futuro cliente le había dado cita en un café a las 10:00. Selma odiaba llegar tarde: siempre organizaba el trayecto, el tiempo, la presentación… y la presentación de sí misma.
Trabajar por su cuenta era el triple de esfuerzo que en aquella empresa donde le exprimían las ideas y le pagaban como si fuera pasante. Pero ahora, al menos, las ideas eran suyas. Y el dinero también. (Aunque justo.)
Sola, con Dios —y a veces con el sostén emocional de Octavio—, lograba mantenerse en un monoambiente en un buen barrio de Barcelona. No tenía una habitación aparte, todo residía en el mismo espacio, pero sí tenía un baño privado. Y eso ya era un lujo.
Atrás quedaron las duchas compartidas, las paredes húmedas, y esa pensión “inolvidable” donde las cucarachas se robaban la comida más rápido que ella podía cocinarla. Unas ninjas con antenas.
La valentía con la que había dejado la casa de su madre todavía la apretaba entre los dientes cada vez que recordaba aquellas noches sin sueño, el miedo disfrazado de independencia y el arroz con atún como menú estrella. ¡Vaya épocas!
De esas que uno recuerda riendo… después de llorar.
Quince minutos le valieron para pensar y darle forma a todo eso. Al llegar al café, lo vio. Estaba allí, hablando por teléfono junto a una mesa en la esquina, como si el lugar lo hubiera elegido a él. No fue por cómo se movía, sino por esa presencia sutil pero inconfundible. Como si la foto de su web se hubiera vuelto tridimensional, y aún así, no alcanzara a capturar del todo lo que él irradiaba en persona.
Álex Duval.
El arquitecto.
El mismo que había fundado una empresa que no buscaba impresionar con rascacielos, sino con espacios que respiraban arte y humanidad. Minimalista, audaz, distinto.
Él no diseñaba edificios, pensaba en el espacio como un organismo que debía interactuar con quienes lo habitaban. Selma había leído cada palabra de su presentación, había visto los proyectos, incluso se había detenido en las texturas de sus renders, como si pudieran tocarse.
Pero verlo en persona era otra cosa.
Estaba de pie entre las mesas, con una chaqueta de gris perfectamente entallada, un pañuelo en el cuello que no era sólo un accesorio, sino una declaración. Y una mirada… profunda, pero distraída, como si siempre estuviera pensando en algo más importante.
Cuando colgó, sus ojos se cruzaron con los de ella. No fue una mirada casual. Fue una de esas que desnudan un poco, que hacen temblar apenas, pero lo suficiente como para que Selma sintiera que no estaba preparada.
Entonces él sonrió.
Y ese gesto, tan simple, fue como si el diseño, la estética y el alma de ese hombre —que hasta ese momento vivía solo en su navegador— tomaran forma frente a ella.
—¿Selma, verdad? —preguntó con voz clara, serena.
—Sí. Tú debes ser Álex.
—En carne, hueso y café —respondió, levantando ligeramente su taza—. ¿Te apetece uno?
Ella asintió, aunque el estómago apenas le respondía. Mientras se sentaba, lo observó con más atención pero distraída por un momento.
Cuarenta y cinco, soltero, sin hijos… ni perro en el horizonte. Ni fotos de familia como fondo de teléfono. Sólo una pantalla negra, elegante, sin rastros de vida doméstica.
Tenía ese aire de hombre que había aprendido a estar solo y a estar bien solo. Pero también, ese leve gesto en la mirada —una sombra, un hueco, una grieta apenas— que revelaba que quizás ya no quería seguir estándolo.
Había algo más. Algo que no tenía nombre.
Una presencia que no era sólo física. Un magnetismo sutil que no venía de su voz ni de su postura. Venía de esa cosa inexplicable que algunas personas arrastran consigo, como un perfume que no se evapora, como una melodía que no lográs ubicar pero te hace latir más fuerte.
Y ella estaba ahí, frente a él, intentando sostener la compostura mientras por dentro algo en ella vibraba con una mezcla de ansiedad y deseo que no venía al caso —pero igual estaba ahí.
Era inútil querer evitarla. La ilusión ya se le había trepado al hombro. Sin saber por qué hay miradas que no sabes por qué te rozan más hondo. Y presencias que, aunque aún no te tocan, ya te cambian el ritmo de la sangre.
—¿Estás bien? —le preguntó Álex, con una sonrisa apenas ladeada.
—Sí, sí, perdón... —respondió, sacudiendo la cabeza suavemente, como quien se despabila de un sueño breve.
"Vamos, Selma… no pierdas el juicio a los 35", se dijo internamente, mientras cruzaba las piernas y acomodaba el chal de algodón sobre sus hombros.
Recordó entonces algo que Octavio siempre decía:
"Hay personas que no conocés, pero que tu alma ya reconoce. Como si se hubieran visto en otra vida o en el feed de Instagram de algún universo paralelo."
Y eso la tranquilizó.
Cuando el camarero les dejó los cafés, Álex abrió su portátil y le mostró un dossier de imágenes, planos y moodboards.
—Estamos arrancando un proyecto en Montjuïc. Un espacio multifuncional, muy abierto a la luz natural. Quiero que la comunicación visual tenga la misma filosofía: limpia, humana, sin rigidez. Lo que haces tú me gusta mucho tiene... alma.
Selma parpadeó dos veces antes de responder. Había escuchado la palabra alma y ya estaba en modo alerta sentimental. Pero se obligó a concentrarse.
—Perfecto. ¿Quiéres que me enfoque solo en el diseño gráfico o también en la narrativa de marca?
—En todo. Desde el naming hasta la primera piedra. Quiero que la gente entienda el espíritu del lugar desde la primera imagen que vea. Sientan algo.
Y ahí estaba otra vez.
Sentir. Esa palabra que no tenía nada que ver con arquitectura… y al mismo tiempo, con todo.
Selma tomó su taza y le dio un sorbo, más para ganar segundos que por gusto.
"Está bien. Es solo trabajo. Un cliente más. Otro logo. Otra historia..."
Pero su corazón ya estaba opinando distinto.
Dos horas y media después, ambos se despedían. Un "hasta la próxima vez" que quedó flotando en el aire con la ligereza de quien sabe —o intuye— que habrá más encuentros.
Seguramente hablarían por teléfono en los días siguientes, pero nada de eso le impidió a Selma sentir que algo ya había comenzado a moverse adentro.
De camino al tren, intentó ordenar sus emociones.
Varias.
Cumplir, sostener, tener, avanzar, sobrevivir y —encima— transitar los 35...
Parecía más un ascenso al Everest que una vuelta al sol.
Y eso que el día no terminaba ahí. Todavía quedaba la cena de cumpleaños en casa de su madre.
Ese simple pensamiento la devolvió a la realidad como una bofetada suave, pero efectiva.
¿Por qué no podía patear el tablero y hacerlo todo por impulso, ¿o sí? ¿Por qué no dejarlo todo y partir a una isla desierta con Álex, vivir de la brisa, el sol, y la pasión?
¡Jajaja! Esa idea la hizo reír sola, como si su mente hubiera querido probarle que aún no se había ido del todo.
—Despierta, Selma. Despierta… —se dijo, divertida.
Te has prometido no fantasear con clientes. Ni aunque tengan ojos que te hagan olvidar cómo se conjuga un verbo.
Y sin embargo, ahí estaba.
Con una sonrisa en la cara, caminando hacia el tren, y con esa absurda sensación de que algo —lo que fuera— acababa de cambiar.
Diez minutos antes de que saliera el tren, tomó el teléfono, abrió el chat con Octavio —su refugio, su cable a tierra— y comenzó a grabar:
—Octav... pues no sabés lo que me ha pasado esta mañana. La cita con mi cliente fue... perfecta. Demasiado perfecta. Pero no en el sentido profesional, que sí, fue todo impecable, claro, sino en el otro. Ese que no debería existir cuando una está trabajando. Fue como un encuentro en otra dimensión. No sé si me estoy empezando a desesperar, o si es la luna, o si tengo las hormonas bailando flamenco… pero sentí algo. Algo raro. Algo fuerte. ¿Cómo puede una evitar sentir? ¿Será mi propia influencia? ¿O fue mi madre? No me extrañaría que haya hecho alguna especie de conjuro raro con romero y pensamientos positivos.
Pausa.
—Me tengo que calmar. De verdad. Estoy hablando como si me hubiera enamorado, y solo fueron dos horas y media de reunión y un par de miradas. ¡Qué vergüenza! Pero es que... fue tan lindo, Octav. Lindo de verdad. Ya sé lo que vas a decir: que soy una dramática emocional, que me dejo llevar. ¡Y sí! Pero también sé que tú me entiendes. Así que dime algo, dime lo que sea. Porque estoy temblando un poquito. Besos, cariño. Llámame después. O hazme una videollamada y enséñame tus cejas juzgonas.
Selma le dio enviar. El sonido del mensaje transmitido, ese clic digital que, en su mente, resonó como una especie de sentencia. El cosquilleo en la boca del estómago, no se le fue. Entre la risa nerviosa, el miedo contado en un audio junto a esa sensación dulce e incómoda de haber compartido más de lo que quería... pero, al mismo tiempo, menos de lo que sentía.
Intentó dejar el sentimiento en "pendiente", como quien pospone una llamada que no quiere atender. Respiró hondo, tomándose un minuto para acomodar el torbellino de emociones.
Luego en casa, más tranquila… o menos, quién sabe con esa especie de desaprobación interna, se dirigió hacia el armario. Era hora de empezar a prepararte para tu “fiesta” de cumpleaños.
Vamos, Selma, este día sí que será inolvidable, pensó con ironía pero no por las razones que le gustaría recordar.
Entre la presión de tu madre, los recuerdos de otros años, y esa incómoda certeza de no estar del todo encajada en tu propia vida, sabía que esta noche dejaría huella.
Y aunque no supiera cómo, ya lo presentía: algo iba a pasar.
Y aunque no supiera cómo, ya lo presentía: algo iba a pasar...(Próximo capítulo miércoles 30 de abril ).
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