Capítulo VIII: “Cuando todo se redefine.”
Y nadie lo ve venir...
Selma abrió la puerta con una lentitud que no era duda, sino ritual. Cada centímetro revelado de Alex era como una confesión no dicha, una respuesta a las preguntas que aún no se habían formulado.
—Pensé que... —empezó él, pero se quedó allí, suspendido entre la frase y la respiración.Ella lo miró, con los ojos aún húmedos, y sin embargo firmes. No hizo falta invitarlo a pasar. Alex cruzó el umbral como quien entra en un templo roto, con la reverencia de quien sabe que un paso en falso podría hacerlo todo trizas.
—¿Por qué has venido? —preguntó Selma, sin suavidad, pero tampoco con reproche.
Alex se frotó la nuca, como si quisiera borrar el día de su piel.
—Porque no podía más. Porque necesito verte, explicarte... Porque no quiero que esto se convierta en un silencio largo, de esos que terminan en olvido.
Ella lo dejó hablar, y mientras él desbordaba palabras —torpes, sinceras, calientes— se dio cuenta de que lo que más la conmovía no era lo que decía, sino cómo lo decía: como alguien que no sabía si tenía derecho a ser escuchado.
—No sé qué quiero de ti —dijo Selma al fin, interrumpiendo su monólogo—. Pero sí sé que no puedo seguir dividiéndome entre lo que siento y lo que debería hacer.
El gato maulló como un acento involuntario, y Alex sonrió. Esa sonrisa la desarmó un poco.
—¿Puedo pasar? —preguntó él, casi en un susurro.
Selma dudó un instante. Pensó en Octavio. Pensó en la carita de nieve. Pensó en el fuego que Alex encendía y en lo que podría dejar quemado.
Y, contra todo, asintió.
Aunque ambos morían por amarse una vez más, dejaron el deseo latente, como una brasa que arde sin consumir. En su lugar, comenzaron la tarde-noche pidiendo pizza y descorchando un vino viejo que Selma tenía guardado para alguna ocasión especial, una que nunca había llegado… hasta ahora.
El corcho salió con un suspiro seco, y el aroma a ciruelas y madera antigua llenó el aire, como si ese vino hubiera esperado en silencio por este exacto momento. Selma sirvió dos copas con manos más seguras de lo que se sentía por dentro, y Alex la observaba en silencio, como si cada movimiento suyo fuera una oración.
—Nunca pensé que acabaríamos así —dijo él, con una media sonrisa, mientras la copa descansaba entre sus dedos.
—¿Así cómo? —preguntó Selma, hundida en el sofá, con las piernas cruzadas y el chignon deshecho.
—Conteniéndonos —respondió él—. Como si el fuego se pudiera guardar en una botella. Como este vino.
Ella se rió suavemente, sin mirar directamente.
—Quizá es lo que necesitábamos. Probar si también podemos hablar, estar… sin quemarnos.
El timbre sonó, rompiendo el encanto por un instante. La pizza había llegado, como una excusa para distraerse de lo que no se decían. Comieron con las manos, sin protocolos, entre risas contenidas y silencios densos. Y en algún momento, entre el segundo sorbo de vino y la última porción, los ojos de Alex se cruzaron con los de Selma.
El deseo seguía allí, vibrando como una cuerda tensada. Pero esa noche no se soltó. Esa noche no fue piel, fue presencia.
Y aunque no se tocaron, algo en ellos se unió de otra manera. Más honda. Más peligrosa.
De vez en cuando, las cosas no tienen explicación. La atracción entre Selma y Alex, que al principio parecía súbita y sorpresiva, no se podía describir con palabras. Era algo más antiguo, más animal y al mismo tiempo más profundo. Algo que se reconocía en la piel, no en la lógica.
Después de cenar, de reírse con bocados cruzados, de confesarse pequeñas historias que no necesitaban contexto, lo inevitable se volvió simplemente natural. Era imposible no sentirlo. Imposible no notar el calor que se acumulaba en cada cruce de miradas, en cada roce de manos al pasar los platos, en cada silencio que decía más que cualquier frase ingeniosa.
La penumbra del apartamento los envolvía como un pacto. Sólo la luz cálida que venía desde la cocina recortaba sus figuras. Y en medio de esa sombra blanda, algo se rompió —o se liberó.
Alex se acercó lentamente, como si pidiera permiso con el cuerpo. Selma no se movió, pero toda su piel tembló en una única dirección. Cuando él rozó su mejilla con los labios, ella cerró los ojos. Sentirlo, oler su piel, tocarse en ese momento, era inevitable.
Lo que vino después no fue prisa, fue entrega. Cada caricia era un reconocimiento, cada respiración una manera nueva de hablarse. En ese instante, el tiempo dejó de avanzar con su paso habitual y se suspendió entre sus cuerpos.
Llegaron juntos a un punto de éxtasis total que ninguno de los dos había conocido. No era solo placer. Era otra cosa. Una mezcla de vulnerabilidad, deseo y algo parecido a la paz.
Cuando al fin descansaron, entrelazados y aún con el sabor del vino en la boca, no dijeron nada. Porque no hacía falta. Porque hay cosas que no se explican. Solo se viven. Sólo se sienten.