Capítulo VI: Antes del fuego
"Cuando el deseo se vuelve imposible de contener".
La copa de vino seguía en su mano, pero Selma no
recordaba haberla llevado a los labios.
Todo su cuerpo estaba
ocupado en otra cosa: en registrar cada milímetro de distancia entre
ellos, en sostener —a duras penas— la compostura mientras por
dentro ardía una certeza sin pruebas.
No
sabía si él sentía lo mismo.
No había señales
claras, ninguna confesión, ni un gesto que pudiera citar más tarde
como evidencia.
Y sin embargo...
Había algo.
Algo
que se deslizaba por el aire como electricidad estática.
Algo que
se activaba cada vez que él giraba la cabeza en su dirección, cada
vez que su voz bajaba de volumen como si sólo ella debiera oírlo.
No
era romanticismo.
No era ternura.
Era deseo. Crudo.
Silencioso. Violento en su urgencia.
Selma no pensaba en
declaraciones, ni en consecuencias.
Solo en esa boca.
En esas
manos que no la habían tocado y que sin embargo ya conocía con una
precisión inquietante.
En cómo sería cerrar los ojos y dejarse
caer.
El miedo, ese viejo conocido, intentó colarse en el
pensamiento.
"¿Y si solo es ella la que se está
precipitando?"
Pero la idea duró lo que un
suspiro.
Porque en ese instante, cuando sus ojos se cruzaron sin
palabras, algo en ella se rompió —o se liberó— y lo supo:
No
podía detenerse.
No hasta saber cómo se sentía tenerlo
tan cerca que desapareciera el mundo.
Y quizás fuera un
error.
Quizás él no la estaba deseando con la misma
intensidad.
Pero el deseo de ella era tan inmenso, tan
desbordante, que por una vez eso no importaba.
Selma
decidió dejar caer la guardia.
Un pequeño gesto. Una señal más
clara. Algo que cruzara el umbral.
Se inclinó hacia él, no
demasiado, lo justo para hablar más cerca de su oído que de su
boca.
Le rozó el antebrazo con los dedos, apenas.
El contacto
fue suave, casi imperceptible.
Pero para ella fue como saltar al
vacío.
Él giró la cabeza hacia ella.
La miró, sereno,
amable. Inmutable.
—¿Quieres que pida la nota? —preguntó,
con esa misma voz educada que usaba cuando hablaban de presupuestos o
entregas.
Y ahí, en ese segundo exacto, se desmoronó
todo.
La energía que la había envuelto como una
tormenta interna se disipó de golpe, como si alguien abriera una
ventana y el viento lo barriera todo.
El temblor en su estómago
se volvió náusea.
Sus dedos se alejaron del contacto con una
rapidez involuntaria, como si hubieran tocado algo prohibido.
Claro.
Alex era su cliente.
No su amante.
No su cómplice.
No
ese hombre que le decía con los ojos "dame un paso más y
me quedo".
Eso, tal vez, solo había vivido en su
cabeza.
Selma sonrió. No porque quisiera. Porque no le quedaba
otra.
—Sí, claro —dijo, recogiendo su copa medio vacía como
si eso le diera algo que hacer con las manos.
Y mientras él
llamaba al mozo con naturalidad, ella se repetía una frase que ya
conocía demasiado bien:
"No era el momento. No era la
historia."
Él insistió en pagar.
—Esta vez invito yo
—dijo con una sonrisa que no permitía discusión.
Salieron del
restaurante y caminaron sin rumbo fijo. Las calles de Barcelona
tenían esa manera suya de volverse íntimas de noche, como si cada
farol susurrara algo sólo para quien se atreve a escuchar.
Iban
uno al lado del otro, sin hablar.
Y sin embargo, el silencio no
era incómodo.
Tenía peso, como si escondiera algo entre sus
pliegues.
Alex miró hacia arriba, como si quisiera recordar el
cielo.
—Qué bella noche —dijo, casi para sí mismo.
Selma
lo miró de reojo. Esa frase no decía nada, y al mismo tiempo, lo
decía todo.
¿Acaso él también
sentía lo mismo y simplemente no sabía cómo nombrarlo?
¿O sólo
estaba siendo amable?
El corazón de Selma latía con una torpeza
adolescente.
No quería malinterpretar. No quería volver a sentir
ese derrumbe.
Pero entonces, Alex se detuvo.
De pronto. Sin
aviso.
Ella frenó un paso más adelante, sorprendida.
Él la
estaba mirando. No con hambre. Ni con ansiedad.
Con una calma tan
intensa que dolía.
Y en esa calma, Selma encontró el valor que
creía perdido.
Se acercó, muy despacio.
Él no se movió. No
dijo nada.
Sólo cuando estuvo tan cerca que podía oler su
perfume —ese aroma sobrio, limpio, apenas especiado— levantó la
vista hacia ella.
Selma rozó sus labios con los de él.
Un
beso breve. Casi un roce.
Como una pregunta sin palabras.
Alex
no respondió de inmediato. Pero tampoco se apartó.
Y entonces
—como si el eco de ese primer contacto abriera una puerta— él la
tomó por la nuca, con una firmeza dulce, y la besó de
verdad.
Profundo. Inesperado.
Como si hubiera estado esperando
ese instante más de lo que podía admitir.
El beso fue lento al
principio. Luego se volvió más urgente.
Una mezcla de contención
rota y deseo contenido.
Como si se hubieran aguantado demasiadas
cenas, demasiadas miradas, demasiados silencios.
Cuando se
separaron, ninguno dijo nada.
El aire entre ellos era distinto.
Ya
no había duda.
El beso terminó,
pero no del todo.
Sus frentes seguían juntas. Sus alientos
mezclados.
Y los ojos cerrados, como si abrirlos fuera romper algo
sagrado.
Selma susurró entre sus labios, casi sin voz:
—No
es posible, Alex... somos casi socios.
Y no puedo sacarte de mi
mente.
Él no se apartó.
Sus dedos seguían enredados en la
curva de su cuello, como si la sostuvieran en un lugar que ya no era
calle ni ciudad ni noche.
—Lo siento, Selma —dijo él,
despacio, sin miedo—.
Pero ya hemos cruzado ese límite en
silencio.
Ese paso prohibido... ya lo debatimos con cada
mirada.
Sólo que no lo dijimos.
Ella lo miró, y en sus ojos
no había reproche. Sólo la certeza de alguien que finalmente se
permite sentir.
—Esto no fue una trampa —continuó él—.
La
invitación, la charla, las risas… no fueron un plan.
Sólo algo
natural. Inevitable.
Dos personas que se atraen… y que ya no
pudieron resistir esa intención muda que los empujaba.
Selma
cerró los ojos.
Se apoyó en su pecho por un instante.
Y en
ese segundo, su mundo —ese mundo tan ordenado, tan profesional, tan
contenido— dejó de importar.
Lo único que existía era ese
cuerpo que la sostenía, y la verdad tibia de sus palabras.
Alex asintió sin prisa, con la misma calma que la
había acompañado toda la noche.
Respetó su decisión, como
quien sabe que hay fronteras que no se deben cruzar antes de tiempo.
Él la dejó en su casa.
Selma se despidió en el
ascensor. Vio la hora en su teléfono y los tres audios pendientes de
su amigo Octavio.
Lo primero que hizo fue tomar una ducha y
cambiarse de ropa.
La mente no la dejaba tranquila.
Había
pasado ya una hora desde que Alex la hubiera dejado en su casa, y de
pronto, como impulsada por una fuerza invisible, tomó las llaves de
su coche, cerró la puerta y se dirigió al departamento de Alex.
Al llegar, ella lo llamó.
Alex no estaba
sorprendido.
—Abre la puerta, por favor —le pidió Selma, con voz firme, temblorosa.
Y de pronto, se encontraron cara a cara, desnudos de deseos, conscientes de que todo era inevitable.
Pd: Continúa el 28 de mayo de 2025
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