miércoles, 21 de mayo de 2025

Novela 35 años-Capítulo VI: Antes del fuego

 




                                             Capítulo VI: Antes del fuego

                                     "Cuando el deseo se vuelve imposible de contener".



La copa de vino seguía en su mano, pero Selma no recordaba haberla llevado a los labios.
Todo su cuerpo estaba ocupado en otra cosa: en registrar cada milímetro de distancia entre ellos, en sostener —a duras penas— la compostura mientras por dentro ardía una certeza sin pruebas.
No sabía si él sentía lo mismo.
No había señales claras, ninguna confesión, ni un gesto que pudiera citar más tarde como evidencia.
Y sin embargo...
Había algo.
Algo que se deslizaba por el aire como electricidad estática.
Algo que se activaba cada vez que él giraba la cabeza en su dirección, cada vez que su voz bajaba de volumen como si sólo ella debiera oírlo.
No era romanticismo.
No era ternura.
Era deseo. Crudo. Silencioso. Violento en su urgencia.
Selma no pensaba en declaraciones, ni en consecuencias.
Solo en esa boca.
En esas manos que no la habían tocado y que sin embargo ya conocía con una precisión inquietante.
En cómo sería cerrar los ojos y dejarse caer.
El miedo, ese viejo conocido, intentó colarse en el pensamiento.
"¿Y si solo es ella la que se está precipitando?"
Pero la idea duró lo que un suspiro.
Porque en ese instante, cuando sus ojos se cruzaron sin palabras, algo en ella se rompió —o se liberó— y lo supo:
No podía detenerse.
No hasta saber cómo se sentía tenerlo tan cerca que desapareciera el mundo.
Y quizás fuera un error.
Quizás él no la estaba deseando con la misma intensidad.
Pero el deseo de ella era tan inmenso, tan desbordante, que por una vez eso no importaba.
Selma decidió dejar caer la guardia.
Un pequeño gesto. Una señal más clara. Algo que cruzara el umbral.
Se inclinó hacia él, no demasiado, lo justo para hablar más cerca de su oído que de su boca.
Le rozó el antebrazo con los dedos, apenas.
El contacto fue suave, casi imperceptible.
Pero para ella fue como saltar al vacío.
Él giró la cabeza hacia ella.
La miró, sereno, amable. Inmutable.
—¿Quieres que pida la nota? —preguntó, con esa misma voz educada que usaba cuando hablaban de presupuestos o entregas.
Y ahí, en ese segundo exacto, se desmoronó todo.
La energía que la había envuelto como una tormenta interna se disipó de golpe, como si alguien abriera una ventana y el viento lo barriera todo.
El temblor en su estómago se volvió náusea.
Sus dedos se alejaron del contacto con una rapidez involuntaria, como si hubieran tocado algo prohibido.
Claro. Alex era su cliente.
No su amante.
No su cómplice.
No ese hombre que le decía con los ojos "dame un paso más y me quedo".
Eso, tal vez, solo había vivido en su cabeza.
Selma sonrió. No porque quisiera. Porque no le quedaba otra.
—Sí, claro —dijo, recogiendo su copa medio vacía como si eso le diera algo que hacer con las manos.
Y mientras él llamaba al mozo con naturalidad, ella se repetía una frase que ya conocía demasiado bien:
"No era el momento. No era la historia."



Él insistió en pagar.
—Esta vez invito yo —dijo con una sonrisa que no permitía discusión.
Salieron del restaurante y caminaron sin rumbo fijo. Las calles de Barcelona tenían esa manera suya de volverse íntimas de noche, como si cada farol susurrara algo sólo para quien se atreve a escuchar.
Iban uno al lado del otro, sin hablar.
Y sin embargo, el silencio no era incómodo.
Tenía peso, como si escondiera algo entre sus pliegues.
Alex miró hacia arriba, como si quisiera recordar el cielo.
—Qué bella noche —dijo, casi para sí mismo.
Selma lo miró de reojo. Esa frase no decía nada, y al mismo tiempo,
lo decía todo.
¿Acaso él también sentía lo mismo y simplemente no sabía cómo nombrarlo?
¿O sólo estaba siendo amable?
El corazón de Selma latía con una torpeza adolescente.
No quería malinterpretar. No quería volver a sentir ese derrumbe.
Pero entonces, Alex se detuvo.
De pronto. Sin aviso.
Ella frenó un paso más adelante, sorprendida.
Él la estaba mirando. No con hambre. Ni con ansiedad.
Con una calma tan intensa que dolía.
Y en esa calma, Selma encontró el valor que creía perdido.
Se acercó, muy despacio.
Él no se movió. No dijo nada.
Sólo cuando estuvo tan cerca que podía oler su perfume —ese aroma sobrio, limpio, apenas especiado— levantó la vista hacia ella.
Selma rozó sus labios con los de él.
Un beso breve. Casi un roce.
Como una pregunta sin palabras.
Alex no respondió de inmediato. Pero tampoco se apartó.
Y entonces —como si el eco de ese primer contacto abriera una puerta— él la tomó por la nuca, con una firmeza dulce, y la besó de verdad.
Profundo. Inesperado.
Como si hubiera estado esperando ese instante más de lo que podía admitir.
El beso fue lento al principio. Luego se volvió más urgente.
Una mezcla de contención rota y deseo contenido.
Como si se hubieran aguantado demasiadas cenas, demasiadas miradas, demasiados silencios.
Cuando se separaron, ninguno dijo nada.
El aire entre ellos era distinto.
Ya no había duda.
El beso terminó, pero no del todo.
Sus frentes seguían juntas. Sus alientos mezclados.
Y los ojos cerrados, como si abrirlos fuera romper algo sagrado.
Selma susurró entre sus labios, casi sin voz:
—No es posible, Alex... somos casi socios.
Y no puedo sacarte de mi mente.
Él no se apartó.
Sus dedos seguían enredados en la curva de su cuello, como si la sostuvieran en un lugar que ya no era calle ni ciudad ni noche.
—Lo siento, Selma —dijo él, despacio, sin miedo—.
Pero ya hemos cruzado ese límite en silencio.
Ese paso prohibido... ya lo debatimos con cada mirada.
Sólo que no lo dijimos.
Ella lo miró, y en sus ojos no había reproche. Sólo la certeza de alguien que finalmente se permite sentir.
—Esto no fue una trampa —continuó él—.
La invitación, la charla, las risas… no fueron un plan.
Sólo algo natural. Inevitable.
Dos personas que se atraen… y que ya no pudieron resistir esa intención muda que los empujaba.
Selma cerró los ojos.
Se apoyó en su pecho por un instante.
Y en ese segundo, su mundo —ese mundo tan ordenado, tan profesional, tan contenido— dejó de importar.
Lo único que existía era ese cuerpo que la sostenía, y la verdad tibia de sus palabras.

Alex asintió sin prisa, con la misma calma que la había acompañado toda la noche.
Respetó su decisión, como quien sabe que hay fronteras que no se deben cruzar antes de tiempo.

Él la dejó en su casa.
Selma se despidió en el ascensor. Vio la hora en su teléfono y los tres audios pendientes de su amigo Octavio.
Lo primero que hizo fue tomar una ducha y cambiarse de ropa.
La mente no la dejaba tranquila.
Había pasado ya una hora desde que Alex la hubiera dejado en su casa, y de pronto, como impulsada por una fuerza invisible, tomó las llaves de su coche, cerró la puerta y se dirigió al departamento de Alex.

Al llegar, ella lo llamó.
Alex no estaba sorprendido.

Abre la puerta, por favor —le pidió Selma, con voz firme, temblorosa.

Y de pronto, se encontraron cara a cara, desnudos de deseos, conscientes de que todo era inevitable.



Pd: Continúa el 28 de mayo de 2025



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