¿Te atreves a dar un paso más con Selma?
En el nuevo capítulo 5, las cosas empiezan a cambiar. Un encuentro inesperado, un deseo sin nombre… todo comienza a tomar forma de manera sutil, pero irreversible.
La no-cita es sólo el principio.
Descubre qué sucede cuando lo inesperado se cruza en su camino.
Capítulo 5: La no -cita
"Donde el silencio empezó a hablar"
El viernes había llegado como un soplido.
Toda la semana, Selma había pensado —sin pensar demasiado, claro— en esa no-cita. En el hecho irrefutable de que Alex era su cliente, y en el medio, dos mensajes de su madre:
"Cuando quieras hablamos."
Nada más. Ni un emoji, ni un punto final. Pura maternidad pasivo-agresiva de alto rendimiento.
Ni ella misma entendía cómo había logrado trabajar en ayuno de pensamientos indebidos. Supone que el cúmulo de facturas por pagar hizo el contrapeso justo para mantenerla a flote. Nada como los números rojos para mantener la mente en línea recta.
Octavio, por su parte, había sido muy discreto toda la semana. Silencioso pero presente, como un farol encendido en una calle donde nadie pasa. Sin reclamos, sin señales confusas. Hasta que, unas horas antes de su no-cita, le envió un audio.
Uno tan gracioso que la hizo reír hasta las lágrimas.
Lo escuchó parada en la cocina, con un pequeño espejo en su mano y un rimel que, por culpa de la carcajada, terminó corrido.
“Muy buenas tardes, agente 324 —voz grave—. Le habla el jefe de operaciones emocionales. Recibimos informes recientes sobre un sujeto sospechoso: Alex, alias ‘el cliente con mirada de receta casera’.”
“La misión, si decide aceptarla, consiste en infiltrarse en un restaurante de tapas con iluminación tenue, buena música de fondo y potenciales riesgos emocionales. Su objetivo: descubrir si el sujeto en cuestión está traficando gestos suaves, silencios calculados o elogios que desestabilizan.”
“Hemos descubierto que, en 2007, Alex ya había sido acusado de uso indebido de sonrisas sutiles y carisma espontáneo. No lo subestime, agente.”
“Le recordamos que no debe caer en provocaciones, excepto si hay pan con alioli involucrado. En ese caso, actúe con total libertad.”
“El gato espía ya está en posición —se escucha un maullido falso—. Repetimos: el gato está en posición. Lleva una microcámara en el collar y una miniatura de Vermut en la mochila.”
“Si en algún momento siente que la misión la supera, recuerde el código de emergencia: ‘Octavio, sálvame'. Eso activa el protocolo de rescate inmediato, el cual incluye playlist melancólica y un abrazo con duración indeterminada.”
(Pausa. Voz real):
“Te quiero mucho, terremoto. Pase lo que pase hoy... no te olvides de eso.”
Ridículo.
Tiernamente ridículo.
Y tan
Octavio.
Por un instante —uno sólo—, pensó en cancelar todo. Escribirle a Alex y decirle que no, que esa no-cita se le había convertido en algo más, o algo menos, o algo confuso. Pero no lo hizo.
Porque quería comprobar algo. De sí misma. De esa zona nueva y borrosa en la que no se sentía ni deseada ni en peligro. Solo… incómodamente viva.
Así que se vistió.
Eligió un suéter color mostaza —ese que Octavio, en uno de sus momentos cursis, había dicho que la hacía parecer "una tarde de domingo en otoño". Se puso jeans oscuros, de esos que abrigan un poco la inseguridad sin que se note. Botines bajos, cómodos, por si necesitaba salir caminando rápido. Y un delineado discreto, el justo para que nadie pudiera decir que se había arreglado… pero tampoco lo contrario.
Se miró al espejo antes de salir. No estaba deslumbrante. Pero Selma tenía un encanto perceptible, ese tipo de belleza que no hacía falta gritar para ser notada. Sus cabellos, largos y castaños, caían en ondas suaves sobre sus hombros, como si la brisa de un atardecer los hubiera acariciado con cariño. Sus ojos, de un cálido color miel, reflejaban la luz de la tarde con un brillo suave y profundo, como un suspiro de otoño que se esconde entre las hojas caídas. Y aunque su rostro no respondía a los estándares de la perfección tradicional, había algo en su mirada, algo en su ser, que envolvía el aire a su alrededor en una suave melodía de atracción silenciosa.
Y por hoy, eso tenía que alcanzar.
Y salió.
El teléfono sonó.
Era Alex.
—Estoy abajo —dijo su voz, grave, tranquila, como si no tuviera idea de lo que provocaba.
Selma miró la pantalla por un instante.
Había
dudado si darle su dirección. No por
desconfianza. Por lo otro. Lo que no se decía. Lo que se respiraba.
Pero todo, hasta ahora, parecía fluir con una naturalidad extraña, como si el universo no estuviera en su contra, por una vez.
Al final, esta atracción solo parecía tener
un sentido. Uno solo.
Pero ese
magnetismo que él despertaba no la
dejaba pensar con claridad. Casi no la dejaba respirar.
Tenía que saber más. Aunque fuera solo para confirmar que no estaba sola en esa sensación suspendida.
—Bajo —dijo simplemente.
Y cerró la puerta detrás de ella, como quien deja algo pendiente adentro... y otra cosa por descubrir afuera.
El trayecto en auto fue sorprendentemente agradable.
Poco duradero —el tráfico letal de los viernes parecía haberse despedido hasta el próximo lunes—, pero suficiente para que ese silencio cómodo entre ellos se instalara sin incomodidad. No era tensión: era pausa. Una de esas que preceden algo que no se nombra.
Alex conducía con calma. La miraba en los semáforos, como si supiera que verla más tiempo podía ser contraproducente.
Había reservado en un restaurante de tapas
chic, con luces tenues, sillas de madera clara y copas que
tintineaban bajito.
Se llamaba "La
Maruja", y quedaba en una esquina
antigua de techos altos y ventanales amplios, sobre Calle
Malabrigo al 720, justo donde la ciudad
empezaba a volverse un poco más íntima y menos impersonal.
El lugar olía a aceite de oliva, a pan recién horneado y a algo más: esa sensación de que ahí adentro, todo podía empezar de nuevo.
Al sentarse frente a él, Selma no sabía a
dónde la llevaría todo eso.
Quizás a ningún
lado.
Vamos, esto no era amor.
¿Sería deseo?
¿Desesperación, tal vez?
¿O ni siquiera eso?
Pero no quiso culparse. No esta vez.
Se
permitió estar ahí, con una copa en la mano y la respiración un
poco más quieta.
Pidieron varias tapas: pan con tomate, tortilla jugosa, boquerones al limón y un queso que Alex describió como "peligrosamente suave". También eligieron un buen vino tinto, profundo, como si la noche mereciera ser recordada.
Afuera, la noche caía
con esa belleza serena de los días templados,
cuando todo parece calmarse sin esfuerzo.
Y adentro, también:
todo fluía sin presiones. Sin preguntas
urgentes. Sin promesas.
Por un momento, Selma se
sintió como suspendida en una escena que no necesitaba
explicación.
Y eso, quizás, era
suficiente.
En medio de la charla —que por primera vez no
hablaba de trabajo—, las miradas
empezaron a hacer su propio idioma.
Un
roce involuntario al alcanzar el mismo plato.
Una pausa apenas
perceptible antes de responder.
El
aire entre ellos se había vuelto denso, como si estuviera hecho de
otra sustancia. Más tibia. Más peligrosa.
La respiración de Selma se volvió
consciente, medida.
Todo en ese instante parecía empujarla hacia
un mismo puerto sin salida.
Y por primera vez, sin confusión ni culpa, sintió que ese hombre era irresistible.
No por lo evidente.
No
por su sonrisa o sus palabras, sino por algo más profundo: el deseo
mudo que provocaban sus manos, su boca, su manera de habitar el
espacio sin apuro.
Como si la hubiera hechizado sin
decirlo.
Como si con sólo mirarla le
dijera: "Si das un paso, yo no me voy a
ir."
Y Selma, por dentro, ya había dado medio paso.
(Próximo capítulo: 21 de mayo 2025)
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