miércoles, 16 de julio de 2025

Novela 35 años-Capítulo X: "Un latido".

 

Gracias de corazón por haberme acompañado en esta aventura de escribir una novela en 10 capítulos.
Ha sido un camino lleno de retos, donde mantener la constancia no siempre fue fácil… pero lo logré, y saber que estuviste ahí lo hizo mucho más especial.
Cada palabra escrita fue también un puente hacia ti.
Nos encontraremos en la próxima historia, con nuevas emociones y otro registro, pero con la misma ilusión.
¡Espero, vuelvas a estar por aquí!







                                            Capítulo X: Un latido

                                    "Una vida dentro. Una verdad afuera."



Hola —dijo él, con esa voz baja que antes le gustaba tanto.

Selma no respondió de inmediato.
Caminó despacio hasta quedar frente a él, dejando un espacio intencional entre ambos.

Alex interpretó el silencio como nerviosismo.
—No tienes que decir nada si no quieres —dijo, como si eso fuera un alivio.
—No es eso —murmuró ella.

Una ráfaga de viento le voló un mechón de pelo. No se lo acomodó.
Tenía la garganta seca. La lengua como de cartón.
Había ensayado frases durante todo el trayecto, pero ahora cada palabra le parecía torpe o inútil.

Alex dio un paso más cerca, preocupado.
—¿Te pasa algo? Estás... distinta.

Claro que estoy distinta”, pensó. “Estoy embarazada y no sé cómo decírtelo.”
Pero no lo dijo.
Todavía no.

Pensé que estabas así por... por lo nuestro. Por cómo terminó. Por tu familia. —Hizo una pausa breve, como tanteando el terreno—. Sé que no fue simple. Que lo nuestro... no debió pasar así.

Lo nuestro.
Esa expresión le arañó algo.
Como si hubieran tenido una historia con nombre y forma.
Y no solo una noche. Una pasión desbordada que rompió todas las reglas.

¿Crees que estoy así por eso? —preguntó ella, con una media sonrisa triste.

Alex pareció confundido.
—No sé. Tal vez me equivoco. Solo quiero que me digas cómo estás.

Selma se cruzó de brazos. No por defensa, sino porque tenía frío. O miedo. O ambas cosas.

Estoy embarazada.

Lo soltó.
Sin adornos.
Sin pausas.
Como si decirlo rápido quitara un poco del peso.

Alex no reaccionó al instante.
Parpadeó una vez. Luego otra.
Los segundos se estiraron hasta parecer minutos.

¿Qué...?

Sí. —Ella lo interrumpió. Tenía que tomar el control de su propio relato—. Es tuyo. No estoy viendo a nadie más. No fue un “accidente” porque no fue nada. Fue sólo lo que fue.

Él pasó una mano por su rostro. Como si necesitara asegurarse de estar despierto.

¿Estás segura?

Esa pregunta, aunque predecible, le dolió.
Pero no se sorprendió.
No podía culparlo.

Sí —dijo, firme—. Y no estoy aquí para pedirte nada. Ni para que decidas ahora qué quieres hacer.
Estoy aquí porque necesitaba decírtelo.
Porque este silencio me estaba comiendo viva.

Alex tragó saliva. Miró al suelo, luego a ella.
En sus ojos había algo parecido al miedo, pero también una sombra de algo más: responsabilidad, quizás.

No me esperaba esto.

Yo tampoco.

Silencio.
Otra ráfaga de viento.
Un niño pasó corriendo con una cometa. El hilo se enredó en unos arbustos, como si hasta el juego tuviera trabas.

Alex la miró largo rato.
Y por primera vez, no sonrió.

¿Qué vas a hacer? —repitió Alex, con la voz apenas audible.

Selma se tomó unos segundos. Miró sus manos. El brillo opaco de sus uñas, la piel un poco reseca por el frío.
Y entonces lo dijo.

No lo sé.

Lo miró. No con miedo. Con verdad.

Siento que esto... no era para mí.
No así.
Necesito pensar.
Necesito estar sola.

Las palabras cayeron una a una.
Lentas.
Irreversibles.

Alex asintió sin mirarla.
Ella se levantó, temblorosa, como si el cuerpo le pesara más de lo habitual.

Él no se movió.
Se quedó ahí, sentado en el banco, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos.
No sabía si debía decirle
quédate o si sería un alivio dejarla ir.

Pero no dijo nada.
Nada.

Y en ese silencio se deshizo algo que nunca había terminado de armarse.

El camino de vuelta le pareció más largo.
El vagón del metro estaba casi vacío, y en el reflejo de la ventana vio su rostro como si fuera el de otra.
Una mujer que se había corrido del guion.
Que había sentido demasiado.
Y que ahora tenía que sostener las consecuencias, aunque no supiera cómo.

Cuando Selma bajó del metro, el cielo ya estaba oscureciendo. Caminó los últimos pasos sin prisa, con la cabeza cargada y el cuerpo agotado. Al doblar la esquina de su calle, lo vio.


miércoles, 25 de junio de 2025

Novela 35 años-Capítulo IX: "¿Y ahora qué?"

 



                                                 Capítulo IX: ¿Y ahora qué?

                                             "Una vida dentro, un mundo afuera".


Selma no abrió la computadora ese día.
Ni revisó los mails. Ni respondió los mensajes de WhatsApp de sus clientes, que seguían cayendo con demandas suaves disfrazadas de urgencia.

A las ocho de la mañana ya tenía tres notificaciones con asuntos como “¿te alcanzó el material de ayer?” o “cuando tengas un hueco, ¿podés mirarme esto?”. Las ignoró todas. No por rebeldía, sino por una certeza nueva, brutal: ese día no iba a producir nada.

No podía.

Había algo que latía por debajo, como un zumbido leve pero constante. Y no era ansiedad. Era otra cosa. Más física. Más instintiva. Como si su cuerpo ya supiera algo que su mente todavía se negaba a aceptar.

Se quedó en la cama un rato más, con la persiana entornada y la lluvia dibujando caminos erráticos en el vidrio. Escuchó el tránsito lejano, las gotas en el balcón, el murmullo de la ciudad que avanzaba sin ella.

No sintió culpa. No aún.
Eso vendría después.

Al mediodía se levantó. Caminó descalza hasta la cocina, calentó agua sin hambre y preparó un té. Ni siquiera pensó en las entregas pendientes, en la corrección que tenía que entregar el viernes, o en la videollamada de presupuesto que había pospuesto dos veces. Todo eso había quedado, por un instante, suspendido.

El mundo laboral del que vivía —hecho de plazos difusos, contratos verbales y promesas no siempre cumplidas— era también frágil. Sabía que ausentarse un día podía costarle un cliente. Pero esa mañana, no le importaba.
Porque algo más urgente pedía ser atendido.

A las dos de la tarde salió. Caminó lento, con la capucha del abrigo caída y los auriculares puestos, aunque no sonaba música alguna. Compró un test en la farmacia de la esquina sin decir palabra.

Volvió rápido.

Lo dejó en la mesa del baño durante una hora, ignorándolo. Como si no estuviera. Como si seguir trabajando —o fingir que trabajaba— pudiera anularlo.

Pero al final lo hizo.

Y cuando lo vio, el mundo se reacomodó en un nuevo eje. Uno que no había elegido. Uno que ni siquiera había imaginado.

No lloró.
No se rió.
Se quedó quieta, sentada en el borde de la bañera, con las manos sobre el vientre como si ya pudiera sentir algo allí, latiendo.

Y pensó. No en el futuro. Ni en nombres. Ni en Octavio. Ni en el otro.

Pensó en ella.
En si estaba lista.
En si alguna vez se está.

Y entonces pensó que la vida —y quizás también Dios— le habían tendido una trampa.

Una trampa elegante, silenciosa, perfectamente disfrazada de deseo.
Un gesto de ironía divina: un test positivo entre los dedos, el miedo clavado en el pecho, la bronca agazapada en la garganta… y la pasión por Alex, esa pasión desbordante que alguna vez la hizo sentir viva, ahora reducida en pedacitos.

Como una película que se rompe en medio de la proyección. Como una música que suena, pero desafinada.

No era justo.
Ni siquiera era claro.

¿Era amor lo que había sentido? ¿O sólo hambre? ¿Soledad mal gestionada? ¿Necesidad de volver a creer en algo?
¿Y ahora qué?

Quiso culparlo a él.
Por llegar tarde.
Por irse temprano.
Por dejarle espacio justo cuando ella lo necesitaba cerca.
Por no preguntar lo suficiente. Por no quedarse.
Pero supo que eso también era fácil.

La culpa era un abrigo tentador, pero mentiroso.

Ella había estado ahí. Consciente. Con todo. Sin red.

Y ahora estaba sola.
Con un cuerpo que la sorprendía.
Con una vida latiendo —¿ya latiendo?— dentro suyo.
Con Octavio esperando del otro lado de la línea, sin saber. Con Alex lejos.
O demasiado cerca.

Y ella… en el medio.


miércoles, 4 de junio de 2025

Novela 35 años-Capítulo VIII: “Cuando todo se redefine.”

 

Novela 35 años



                                  Capítulo VIII: “Cuando todo se redefine.” 

                                                       Y nadie lo ve venir...


Selma abrió la puerta con una lentitud que no era duda, sino ritual. Cada centímetro revelado de Alex era como una confesión no dicha, una respuesta a las preguntas que aún no se habían formulado.

—Pensé que... —empezó él, pero se quedó allí, suspendido entre la frase y la respiración.
Ella lo miró, con los ojos aún húmedos, y sin embargo firmes. No hizo falta invitarlo a pasar. Alex cruzó el umbral como quien entra en un templo roto, con la reverencia de quien sabe que un paso en falso podría hacerlo todo trizas.
—¿Por qué has venido? —preguntó Selma, sin suavidad, pero tampoco con reproche.
Alex se frotó la nuca, como si quisiera borrar el día de su piel.
—Porque no podía más. Porque necesito verte, explicarte... Porque no quiero que esto se convierta en un silencio largo, de esos que terminan en olvido.
Ella lo dejó hablar, y mientras él desbordaba palabras —torpes, sinceras, calientes— se dio cuenta de que lo que más la conmovía no era lo que decía, sino cómo lo decía: como alguien que no sabía si tenía derecho a ser escuchado.
—No sé qué quiero de ti —dijo Selma al fin, interrumpiendo su monólogo—. Pero sí sé que no puedo seguir dividiéndome entre lo que siento y lo que debería hacer.
El gato maulló como un acento involuntario, y Alex sonrió. Esa sonrisa la desarmó un poco.
—¿Puedo pasar? —preguntó él, casi en un susurro.
Selma dudó un instante. Pensó en Octavio. Pensó en la carita de nieve. Pensó en el fuego que Alex encendía y en lo que podría dejar quemado.
Y, contra todo, asintió.

Aunque ambos morían por amarse una vez más, dejaron el deseo latente, como una brasa que arde sin consumir. En su lugar, comenzaron la tarde-noche pidiendo pizza y descorchando un vino viejo que Selma tenía guardado para alguna ocasión especial, una que nunca había llegado… hasta ahora.
El corcho salió con un suspiro seco, y el aroma a ciruelas y madera antigua llenó el aire, como si ese vino hubiera esperado en silencio por este exacto momento. Selma sirvió dos copas con manos más seguras de lo que se sentía por dentro, y Alex la observaba en silencio, como si cada movimiento suyo fuera una oración.
—Nunca pensé que acabaríamos así —dijo él, con una media sonrisa, mientras la copa descansaba entre sus dedos.
—¿Así cómo? —preguntó Selma, hundida en el sofá, con las piernas cruzadas y el chignon deshecho.
—Conteniéndonos —respondió él—. Como si el fuego se pudiera guardar en una botella. Como este vino.
Ella se rió suavemente, sin mirar directamente.
—Quizá es lo que necesitábamos. Probar si también podemos hablar, estar… sin quemarnos.
El timbre sonó, rompiendo el encanto por un instante. La pizza había llegado, como una excusa para distraerse de lo que no se decían. Comieron con las manos, sin protocolos, entre risas contenidas y silencios densos. Y en algún momento, entre el segundo sorbo de vino y la última porción, los ojos de Alex se cruzaron con los de Selma.

El deseo seguía allí, vibrando como una cuerda tensada. Pero esa noche no se soltó. Esa noche no fue piel, fue presencia.
Y aunque no se tocaron, algo en ellos se unió de otra manera. Más honda. Más peligrosa.

De vez en cuando, las cosas no tienen explicación. La atracción entre Selma y Alex, que al principio parecía súbita y sorpresiva, no se podía describir con palabras. Era algo más antiguo, más animal y al mismo tiempo más profundo. Algo que se reconocía en la piel, no en la lógica.
Después de cenar, de reírse con bocados cruzados, de confesarse pequeñas historias que no necesitaban contexto, lo inevitable se volvió simplemente natural. Era imposible no sentirlo. Imposible no notar el calor que se acumulaba en cada cruce de miradas, en cada roce de manos al pasar los platos, en cada silencio que decía más que cualquier frase ingeniosa.

La penumbra del apartamento los envolvía como un pacto. Sólo la luz cálida que venía desde la cocina recortaba sus figuras. Y en medio de esa sombra blanda, algo se rompió —o se liberó.
Alex se acercó lentamente, como si pidiera permiso con el cuerpo. Selma no se movió, pero toda su piel tembló en una única dirección. Cuando él rozó su mejilla con los labios, ella cerró los ojos. Sentirlo, oler su piel, tocarse en ese momento, era inevitable.
Lo que vino después no fue prisa, fue entrega. Cada caricia era un reconocimiento, cada respiración una manera nueva de hablarse. En ese instante, el tiempo dejó de avanzar con su paso habitual y se suspendió entre sus cuerpos.
Llegaron juntos a un punto de éxtasis total que ninguno de los dos había conocido. No era solo placer. Era otra cosa. Una mezcla de vulnerabilidad, deseo y algo parecido a la paz.
Cuando al fin descansaron, entrelazados y aún con el sabor del vino en la boca, no dijeron nada. Porque no hacía falta. Porque hay cosas que no se explican. Solo se viven. Sólo se sienten.


miércoles, 28 de mayo de 2025

Novela 35 años- Capítulo VII: "El corazón en llamas"

 


    Capítulo VII: El corazón en llamas

                 "Y no sólo el corazón".


Alex abrió la puerta sin sorpresa. Como si supiera que ella vendría.
Selma lo miró, con la respiración contenida, con algo de rabia, algo de miedo, pero sobre todo con una certeza que la atravesaba entera.

—Abre la puerta, por favor —le pidió, con voz firme, temblorosa.

Y él obedeció.

Ella entró, lentamente. El aire entre ellos se volvió denso, eléctrico.
No se dijeron nada. No hizo falta. Sus miradas decían todo. El deseo largamente contenido, el orgullo herido, el recuerdo de cada roce, de cada palabra no dicha.

Selma se acercó. Alex retrocedió apenas, como si no supiera si abrazarla o huir. Pero ella ya había cruzado la distancia.
Le tocó la cara, suave. Él cerró los ojos.

Cuando se besaron, no fue con urgencia, sino con una lentitud dolorosa, como si necesitaran saborear cada segundo de esa decisión.

Él le quitó el abrigo. Ella se desabrochó la camisa.
No había apuro. Solo un diálogo silencioso entre sus cuerpos.

Fueron cayendo prendas y dudas.
Se tocaron como si cada parte fuera un reencuentro. Como si sus pieles recordaran algo que sus mentes habían querido olvidar.

Se rieron bajito, como adolescentes, cuando tropezaron en el pasillo.
Y se callaron de golpe cuando sus cuerpos se encontraron por completo.

En el sofá, en la alfombra, contra la pared.
No importaba el lugar. Solo que estuvieran ahí. Juntos. Ahora.
Y que el mundo se redujera a ese instante de calor compartido.

Cuando el deseo cedió al cansancio y al silencio, Selma quedó recostada sobre su pecho, escuchando su respiración volverse calma.

No habló. No quería romper el momento. No aún.

Horas después, sin saber qué hora era, se levantó.

Se vistió sin saber.
Sin sentir vergüenza.
Sin pensar en volver a empezar.

En silencio, abandonó la pieza
y cerró la puerta
sin que nada se moviera de lugar.

Al llegar a su casa, el mundo volvió a sentirse más pequeño.
El ascensor subía lento, como si supiera que Selma no tenía apuro en enfrentar su realidad.
Sacó las llaves, abrió la puerta, y justo cuando se apoyó contra ella para cerrar…
el teléfono vibró.

Un mensaje de Alex.

Solo verlo en la pantalla le removió hasta el alma.
No lo abrió enseguida.
Lo sostuvo entre las manos, como si temiera que las palabras pudieran cambiarlo todo.

Pero la curiosidad —o el miedo— fue más fuerte.
Desbloqueó la pantalla.


miércoles, 21 de mayo de 2025

Novela 35 años-Capítulo VI: Antes del fuego

 




                                             Capítulo VI: Antes del fuego

                                     "Cuando el deseo se vuelve imposible de contener".



La copa de vino seguía en su mano, pero Selma no recordaba haberla llevado a los labios.
Todo su cuerpo estaba ocupado en otra cosa: en registrar cada milímetro de distancia entre ellos, en sostener —a duras penas— la compostura mientras por dentro ardía una certeza sin pruebas.
No sabía si él sentía lo mismo.
No había señales claras, ninguna confesión, ni un gesto que pudiera citar más tarde como evidencia.
Y sin embargo...
Había algo.
Algo que se deslizaba por el aire como electricidad estática.
Algo que se activaba cada vez que él giraba la cabeza en su dirección, cada vez que su voz bajaba de volumen como si sólo ella debiera oírlo.
No era romanticismo.
No era ternura.
Era deseo. Crudo. Silencioso. Violento en su urgencia.
Selma no pensaba en declaraciones, ni en consecuencias.
Solo en esa boca.
En esas manos que no la habían tocado y que sin embargo ya conocía con una precisión inquietante.
En cómo sería cerrar los ojos y dejarse caer.
El miedo, ese viejo conocido, intentó colarse en el pensamiento.
"¿Y si solo es ella la que se está precipitando?"
Pero la idea duró lo que un suspiro.
Porque en ese instante, cuando sus ojos se cruzaron sin palabras, algo en ella se rompió —o se liberó— y lo supo:
No podía detenerse.
No hasta saber cómo se sentía tenerlo tan cerca que desapareciera el mundo.
Y quizás fuera un error.
Quizás él no la estaba deseando con la misma intensidad.
Pero el deseo de ella era tan inmenso, tan desbordante, que por una vez eso no importaba.
Selma decidió dejar caer la guardia.
Un pequeño gesto. Una señal más clara. Algo que cruzara el umbral.
Se inclinó hacia él, no demasiado, lo justo para hablar más cerca de su oído que de su boca.
Le rozó el antebrazo con los dedos, apenas.
El contacto fue suave, casi imperceptible.
Pero para ella fue como saltar al vacío.
Él giró la cabeza hacia ella.
La miró, sereno, amable. Inmutable.
—¿Quieres que pida la nota? —preguntó, con esa misma voz educada que usaba cuando hablaban de presupuestos o entregas.
Y ahí, en ese segundo exacto, se desmoronó todo.
La energía que la había envuelto como una tormenta interna se disipó de golpe, como si alguien abriera una ventana y el viento lo barriera todo.
El temblor en su estómago se volvió náusea.
Sus dedos se alejaron del contacto con una rapidez involuntaria, como si hubieran tocado algo prohibido.
Claro. Alex era su cliente.
No su amante.
No su cómplice.
No ese hombre que le decía con los ojos "dame un paso más y me quedo".
Eso, tal vez, solo había vivido en su cabeza.
Selma sonrió. No porque quisiera. Porque no le quedaba otra.
—Sí, claro —dijo, recogiendo su copa medio vacía como si eso le diera algo que hacer con las manos.
Y mientras él llamaba al mozo con naturalidad, ella se repetía una frase que ya conocía demasiado bien:
"No era el momento. No era la historia."


miércoles, 14 de mayo de 2025

Novela: 35 años- Capítulo V: La no-cita

 


¿Te atreves a dar un paso más con Selma?

En el nuevo capítulo 5, las cosas empiezan a cambiar. Un encuentro inesperado, un deseo sin nombre… todo comienza a tomar forma de manera sutil, pero irreversible.

La no-cita es sólo el principio.
Descubre qué sucede cuando lo inesperado se cruza en su camino.






                                                  Capítulo 5: La no -cita 

                                          "Donde el silencio empezó a hablar"


El viernes había llegado como un soplido.

Toda la semana, Selma había pensado —sin pensar demasiado, claro— en esa no-cita. En el hecho irrefutable de que Alex era su cliente, y en el medio, dos mensajes de su madre:

"Cuando quieras hablamos."

Nada más. Ni un emoji, ni un punto final. Pura maternidad pasivo-agresiva de alto rendimiento.

Ni ella misma entendía cómo había logrado trabajar en ayuno de pensamientos indebidos. Supone que el cúmulo de facturas por pagar hizo el contrapeso justo para mantenerla a flote. Nada como los números rojos para mantener la mente en línea recta.

Octavio, por su parte, había sido muy discreto toda la semana. Silencioso pero presente, como un farol encendido en una calle donde nadie pasa. Sin reclamos, sin señales confusas. Hasta que, unas horas antes de su no-cita, le envió un audio.

Uno tan gracioso que la hizo reír hasta las lágrimas.

Lo escuchó parada en la cocina, con un pequeño espejo en su mano y un rimel que, por culpa de la carcajada, terminó corrido.

Muy buenas tardes, agente 324 —voz grave—. Le habla el jefe de operaciones emocionales. Recibimos informes recientes sobre un sujeto sospechoso: Alex, alias ‘el cliente con mirada de receta casera’.”
La misión, si decide aceptarla, consiste en infiltrarse en un restaurante de tapas con iluminación tenue, buena música de fondo y potenciales riesgos emocionales. Su objetivo: descubrir si el sujeto en cuestión está traficando gestos suaves, silencios calculados o elogios que desestabilizan.”
Hemos descubierto que, en 2007, Alex ya había sido acusado de uso indebido de sonrisas sutiles y carisma espontáneo. No lo subestime, agente.”
Le recordamos que no debe caer en provocaciones, excepto si hay pan con alioli involucrado. En ese caso, actúe con total libertad.”
El gato espía ya está en posición —se escucha un maullido falso—. Repetimos: el gato está en posición. Lleva una microcámara en el collar y una miniatura de Vermut en la mochila.”
Si en algún momento siente que la misión la supera, recuerde el código de emergencia: ‘Octavio, sálvame'. Eso activa el protocolo de rescate inmediato, el cual incluye playlist melancólica y un abrazo con duración indeterminada.”
(Pausa. Voz real):
“Te quiero mucho, terremoto. Pase lo que pase hoy... no te olvides de eso.”

Ridículo.
Tiernamente ridículo.
Y tan Octavio.

Por un instante —uno sólo—, pensó en cancelar todo. Escribirle a Alex y decirle que no, que esa no-cita se le había convertido en algo más, o algo menos, o algo confuso. Pero no lo hizo.

Porque quería comprobar algo. De sí misma. De esa zona nueva y borrosa en la que no se sentía ni deseada ni en peligro. Solo… incómodamente viva.

Así que se vistió.

Eligió un suéter color mostaza —ese que Octavio, en uno de sus momentos cursis, había dicho que la hacía parecer "una tarde de domingo en otoño". Se puso jeans oscuros, de esos que abrigan un poco la inseguridad sin que se note. Botines bajos, cómodos, por si necesitaba salir caminando rápido. Y un delineado discreto, el justo para que nadie pudiera decir que se había arreglado… pero tampoco lo contrario.

Se miró al espejo antes de salir. No estaba deslumbrante. Pero Selma tenía un encanto perceptible, ese tipo de belleza que no hacía falta gritar para ser notada. Sus cabellos, largos y castaños, caían en ondas suaves sobre sus hombros, como si la brisa de un atardecer los hubiera acariciado con cariño. Sus ojos, de un cálido color miel, reflejaban la luz de la tarde con un brillo suave y profundo, como un suspiro de otoño que se esconde entre las hojas caídas. Y aunque su rostro no respondía a los estándares de la perfección tradicional, había algo en su mirada, algo en su ser, que envolvía el aire a su alrededor en una suave melodía de atracción silenciosa.


miércoles, 7 de mayo de 2025

Novela: 35 años - Capítulo IV: Una semana sin relojes.

 


Si aún no conocés a Selma, te invito a empezar por el primer capítulo —El peso del reloj, donde comienza a desanudarse el tiempo de su vida… uno que no siempre avanza al ritmo que ella quisiera.

Y si ya vienes caminando con ella, sabés que cumplir 35 ha venido con pastel ni fiesta —al menos, no como la imaginaba.
Solo una casa familiar.
Una cena impuesta.
Y demasiadas palabras que no debían decirse… pero se dijeron.

En el nuevo capítulo, Selma atraviesa esa semana que viene después del estallido.
Donde el silencio no castiga, sino que libera.
Y donde el deseo —ese que nunca se agenda— empieza a hacerse oír.

 Todos los miércoles, un nuevo episodio.

 Gracias por leerme!





                                     Capítulo IV: Una semana sin relojes

                                               “Cuando nadie mira, algo florece”


Había pasado una semana desde la cena.
Siete días en los que el mundo pareció hacer silencio a su alrededor.
No uno hostil, sino necesario. Un silencio útil, como una sala blanca donde uno entra a curarse.

Selma no habló con nadie de su familia.
Nadie la buscó. Nadie se animó.

Octavio tampoco fue a verla.
Y sin embargo, su presencia no faltaba.

Le había enviado algunos mensajes.
Pequeños gestos de afecto, sin invasión.

“Estoy aquí si necesitas hablar.”
“Cuando quieras reírte, tengo historias guardadas.”

Pero no se las contó. No esta vez. No era el momento.
Octavio sabía dar espacio. Y Selma lo entendía.
Se necesitaban, sí, pero también sabían cuándo soltar la cuerda un poco, confiar en que el otro seguiría ahí.

Fue un duelo.
Pero no por Octavio.
No por la familia.
Fue un duelo consigo misma.

Durante esa semana, el trabajo fue su refugio.
Se aferró a las tareas, a los correos, a los informes, como si cada documento que organizaba ordenara también una parte de su interior.
Cuando dicen que el trabajo es terapia, pensó más de una vez, no mienten.

Y entre planillas y reuniones, pensaba en él.
En Alex.

Lo había conocido en una consulta rápida.
Un nuevo cliente. Un caso más.
Pero su presencia le quedó dentro como un eco.
No era belleza lo que la había impresionado, ni una frase ingeniosa.
Fue la forma en que la escuchó. De verdad.
Como si no estuviera apurado.
Como si lo que ella decía tuviera un peso que pocos le daban.

Lo volvió a ver el jueves.
Él estaba en el hall de su oficina, esperándola.

—¿Estás bien? —preguntó con una voz que no exigía nada.

—Sí, muy bien, gracias —respondió Selma.
Era mentira, pero la sonrisa que le regaló era sincera.

Subieron juntos a la oficina. Selma quiso mostrarle algunos avances.
Ya habían hablado del proyecto: el espacio multifuncional en Montjuïc, abierto a la luz natural, sin rigidez, con alma.
Pero esta era la primera vez que él veía cómo ella había traducido esas ideas al lenguaje visual.

La oficina de Alex era moderna y luminosa.
Un espacio amplio, de techos altos y líneas limpias, con superficies claras, mobiliario funcional y detalles elegidos con precisión.
No era fría, a pesar de su estética pulida; al contrario, tenía algo cálido, casi doméstico:
una lámpara de pie con luz ámbar en una esquina, una cafetera italiana sobre la repisa, una selección de libros gráficos bien cuidados.

Era un lugar donde se respiraba trabajo… pero también vida.
Y con Alex allí, ese aire parecía tener otro peso.

—¿Te apetece un café? —preguntó, sin mirar demasiado.
Él asintió con una sonrisa breve.

Le sirvió uno en su taza favorita, con una nube de crema que flotaba como una caricia.
Se lo alcanzó, y él lo tomó con una expresión neutra, serena.
No dijo nada más.
No se acercó del todo.
No cambió el tono.

Y sin embargo, Selma sentía cómo su cuerpo se encendía en un lenguaje que no sabía traducir.
Él no demostraba nada. Ninguna señal evidente.
Pero había algo en su presencia —en su modo contenido, en su forma de estar ahí sin invadir— que la desarmaba.


miércoles, 30 de abril de 2025

Novela: 35 años - Capítulo III: Fiesta en casa de mi madre... ¡Yupi! -

 


                             ¡Nuevo capítulo disponible!


  Si todavía no conoces a Selma, te invito a empezar por el primer capítulo (El peso del reloj), donde se abre el reloj de su vida, uno que no siempre marca la hora que ella quisiera.

Y si ya la conoces... sabes que cumplir 35 viene con más que velas y pastel.
Una casa familiar.
Una fiesta que no pidió.
Y más de una presencia incómoda.

En este nuevo capítulo, Selma se enfrenta a una de esas noches donde el pasado, el presente y los comentarios desafortunados se sientan todos a la misma mesa.
Y cuando las velas se encienden, algo más también empieza a arder.

📅 Todos los miércoles, un nuevo capítulo.

Si te ha gustado, comparte, comenta y prepárate... que esto recién comienza.






                         Capítulo 3: Fiesta en casa de mi madre... ¡Yupi!

                           "A veces crecer duele más que soplar las velitas."



El espejo devolvía una versión de sí misma que no terminaba de reconocer. Selma se acomodó el vestido color marfil —escogido por su madre, comprado a regañadientes por ella—, y se miró con escepticismo. El vestido parecía gritar "me quiero casar", con un encaje delicado que cubría su busto y se desvanecía en finos bordados a lo largo de la falda, como si la tela susurrara promesas de romance y tradición. Selma lo observó un momento más, notando cómo el encaje parecía abrazar su cuerpo y darle un aire etéreo, aunque no podía dejar de sentirse un tanto ajena a todo eso.

Parezco un cupcake —murmuró, girándose de perfil. Mientras su móvil anunciaba un mensaje de Octavio: "Estoy abajo, guapa. Vente ya antes de que empiece a llorar del aburrimiento."

Sonrió. Si había alguien capaz de salvarle la noche —o al menos hacerla soportable— era Octavio.

Tomó su cartera, le dio una última mirada al departamento, como quien despide a un refugio seguro, y salió.

Al abrir la puerta del edificio, lo vio recargado contra su auto, luciendo impecable en un traje azul oscuro y gafas de sol que claramente no necesitaba a esa hora.

Selma se acercó y, apenas abrió la puerta del copiloto y se dejó caer en el asiento, sus ojos se llenaron de lágrimas.

Octavio la miró de reojo, puso una mano sobre su rodilla y dijo, en voz baja pero firme:

—Mi vida... no es hora de lagrimeos. Hoy es tu noche. Vas a brillar como nunca. Hizo una pausa, luego añadió con una sonrisa traviesa: —Además, quién sabe... hasta puede que te regalen cosas caras. ¡Así que arriba esa carita, reina!

Selma soltó una risa entrecortada, limpiándose rápidamente las lágrimas con la yema de los dedos.

—Te odio un poco —murmuró.

—Lo sé —dijo él, arrancando el auto—. Soy irresistible.

La música comenzó a sonar en el coche, un clásico de los noventa que ambos sabían de memoria. Mientras avanzaban por la ciudad hacia la casa de su madre, Selma se permitió —por primera vez en todo el día— pensar que tal vez, solo tal vez, la noche no sería tan terrible como había imaginado.



Al llegar a casa de su madre, las piernas le temblaban un poco. Cada paso que daba hacia la puerta le parecía más pesado que el anterior. Al abrirla, el coro de los invitados estalló al unísono:

¡Sorpresa!

Selma se detuvo en seco. En el interior de la casa, 5 personas y un perro se agolpaban, sonriendo y aplaudiendo, pero había una figura en particular que hizo que su estómago se encogiera. Allí, de pie, con una copa de vino en la mano, estaba Marco.

El tiempo pareció detenerse por un instante. Al verlo, el rostro de Selma se quedó tan impasible como su vestido, que, de alguna manera, parecía gritarle que este era el momento en que la vida la ponía frente a su pasado. Marco, con su traje impecable, sonrió como si nada hubiera pasado, pero Selma no pudo evitar notar cómo su corazón se aceleraba, cómo la opresión en su pecho crecía. Había algo extraño en su mirada, como si aún estuviera ahí, en su vida, a pesar de que hacía tanto que ya no compartían nada.

Octavio la miró con delicadeza y confusión. No comprendía del todo lo que estaba pasando, pero podía ver claramente la incomodidad que se reflejaba en el rostro de Selma. A pesar de que ella ya no quería a Marco, la presencia de él, ahí, bajo el techo de su madre, parecía poner en marcha algo dentro de ella, algo que ella misma no estaba dispuesta a admitir.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Selma, apenas moviendo los labios, mientras su voz se quebraba con una mezcla de sorpresa y algo más, algo que no estaba dispuesta a enfrentar.

Marco la miró con una sonrisa nostálgica, como si quisiera decir algo, pero no lo hizo. En su lugar, levantó la copa y le dedicó un gesto.

No podías casarte sin mí, ¿verdad? —respondió, y aunque las palabras fueron leves, Selma sintió el peso de cada una de ellas.



miércoles, 23 de abril de 2025

Novela: 35 años - Capítulo II: "Cuando el trabajo te des-arma".


                                   ¡Nuevo capítulo disponible!

Si aún no conoces a Selma, te invito a leer el primer capítulo (El peso del reloj), donde comenzamos a descubrir esa mezcla de caos, humor y ternura que es transitar los 35.

Y si ya lo has leído... entonces ya sabes que el día de su cumpleaños está lejos de ser normal. Entre la presión de las expectativas, las emociones al borde, y una reunión laboral que podría cambiarlo todo, Selma se encuentra con Álex Duval:
Arquitecto, 45 años, soltero, sin hijos ni perro —ni fotos familiares como fondo de pantalla.
Con solo una mirada, despierta en Selma algo que ni siquiera ella puede explicar. ¿Fue solo una coincidencia profesional? ¿O un cruce que dejará huella?

En este capítulo, el reloj sigue corriendo, pero el corazón... empieza a correr más fuerte.
No te pierdas este capítulo que hará que te sientas cada vez más cerca de cada personaje.


Si 
te ha gustado, comparte, comenta y... preparate para lo que viene.

📅 Todos los miércoles, un nuevo Capítulo.


No sabes como me está gustando escribir esta novela.

Mil abrazos,

Aldana B.




                       Capítulo II: "Cuando el trabajo te desarma".

                              Bajo fuego: cuando las defensas del corazón caen.


Eran las 9:30 cuando el tren la dejó en la estación de Passeig de Gràcia.
El andén olía a humedad… y a cansancio de oficina. Ese que se pega a los abrigos desde temprano.

Su futuro cliente le había dado cita en un café a las 10:00. Selma odiaba llegar tarde: siempre organizaba el trayecto, el tiempo, la presentación… y la presentación de sí misma.

Trabajar por su cuenta era el triple de esfuerzo que en aquella empresa donde le exprimían las ideas y le pagaban como si fuera pasante. Pero ahora, al menos, las ideas eran suyas. Y el dinero también. (Aunque justo.)

Sola, con Dios —y a veces con el sostén emocional de Octavio—, lograba mantenerse en un monoambiente en un buen barrio de Barcelona. No tenía una habitación aparte, todo residía en el mismo espacio, pero sí tenía un baño privado. Y eso ya era un lujo.
Atrás quedaron las duchas compartidas, las paredes húmedas, y esa pensión “inolvidable” donde las cucarachas se robaban la comida más rápido que ella podía cocinarla. Unas ninjas con antenas.

La valentía con la que había dejado la casa de su madre todavía la apretaba entre los dientes cada vez que recordaba aquellas noches sin sueño, el miedo disfrazado de independencia y el arroz con atún como menú estrella. ¡Vaya épocas!
De esas que uno recuerda riendo… después de llorar.

Quince minutos le valieron para pensar y darle forma a todo eso. Al llegar al café, lo vio. Estaba allí, hablando por teléfono junto a una mesa en la esquina, como si el lugar lo hubiera elegido a él. No fue por cómo se movía, sino por esa presencia sutil pero inconfundible. Como si la foto de su web se hubiera vuelto tridimensional, y aún así, no alcanzara a capturar del todo lo que él irradiaba en persona.

Álex Duval.
El arquitecto.
El mismo que había fundado una empresa que no buscaba impresionar con rascacielos, sino con espacios que respiraban arte y humanidad. Minimalista, audaz, distinto.
Él no diseñaba edificios, pensaba en el espacio como un organismo que debía interactuar con quienes lo habitaban. Selma había leído cada palabra de su presentación, había visto los proyectos, incluso se había detenido en las texturas de sus renders, como si pudieran tocarse.

Pero verlo en persona era otra cosa.
Estaba de pie entre las mesas, con una chaqueta de gris perfectamente entallada, un pañuelo en el cuello que no era sólo un accesorio, sino una declaración. Y una mirada… profunda, pero distraída, como si siempre estuviera pensando en algo más importante.

Cuando colgó, sus ojos se cruzaron con los de ella. No fue una mirada casual. Fue una de esas que desnudan un poco, que hacen temblar apenas, pero lo suficiente como para que Selma sintiera que no estaba preparada.

Entonces él sonrió.
Y ese gesto, tan simple, fue como si el diseño, la estética y el alma de ese hombre —que hasta ese momento vivía solo en su navegador— tomaran forma frente a ella.

¿Selma, verdad? —preguntó con voz clara, serena.
—Sí. Tú debes ser Álex.
—En carne, hueso y café —respondió, levantando ligeramente su taza—. ¿Te apetece uno?

Ella asintió, aunque el estómago apenas le respondía. Mientras se sentaba, lo observó con más atención pero distraída por un momento.

Cuarenta y cinco, soltero, sin hijos… ni perro en el horizonte. Ni fotos de familia como fondo de teléfono. Sólo una pantalla negra, elegante, sin rastros de vida doméstica.
Tenía ese aire de hombre que había aprendido a estar solo y a estar bien solo. Pero también, ese leve gesto en la mirada —una sombra, un hueco, una grieta apenas— que revelaba que quizás ya no quería seguir estándolo.

Había algo más. Algo que no tenía nombre.
Una presencia que no era sólo física. Un magnetismo sutil que no venía de su voz ni de su postura. Venía de esa cosa inexplicable que algunas personas arrastran consigo, como un perfume que no se evapora, como una melodía que no lográs ubicar pero te hace latir más fuerte.

Y ella estaba ahí, frente a él, intentando sostener la compostura mientras por dentro algo en ella vibraba con una mezcla de ansiedad y deseo que no venía al caso —pero igual estaba ahí.

Era inútil querer evitarla. La ilusión ya se le había trepado al hombro. Sin saber por qué hay miradas que no sabes por qué te rozan más hondo. Y presencias que, aunque aún no te tocan, ya te cambian el ritmo de la sangre.


miércoles, 16 de abril de 2025

Novela: 35 años - Capítulo I: "El peso del reloj".

 

                Te invito a conocer mi primera novela"35 años".


Una novela contada en 10 episodios, todos los miércoles.

Selma acaba de cumplir 35. Y aunque no lo diga en voz alta, siente que el reloj le pesa. Entre audios matutinos de su mejor amigo Octavio —que se enamora a diario en el tren—, mails inesperados de un ex que no suelta, y cenas familiares llenas de expectativas, Selma se enfrenta a todo lo que la vida debería ser… y todo lo que en realidad es.

"35 años" es una historia sobre los mandatos, las dudas, los vínculos que tironean, y las pequeñas decisiones que cambian todo.
Una invitación a reír, sentir, y tal vez... reconocerte un poco también.

Sigue cada episodio, y dejate llevar por esta historia.


Capítulo nuevo todos los miércoles.


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Capítulo I:"El peso del reloj".

35 años: Justo a tiempo para la crisis existencial


Selma se despertó antes de que sonara el despertador. Otra vez.
No era ansiedad. Era costumbre.
Su cuerpo se había vuelto experto en anticiparse al ruido, como si supiera que los días especiales no necesitan alarma.

En su departamento de Barcelona, el silencio matutino tenía un ritmo propio: el clic del calentador de agua, el golpeteo suave del ascensor en movimiento, y el tic seco del reloj heredado de su abuela.
Ese maldito reloj. 
Se acercó a la cafetera con pasos lentos, todavía en pijama, mientras en su cabeza se repetía el número como un mantra involuntario: treinta y cinco.

“Ni tan joven como para empezar de nuevo, ni tan vieja como para rendirme”, pensó.
Aunque tampoco estaba tan segura de estar en medio de algo.

Su madre ya había organizado la cena familiar desde hacía una semana.

Sin preguntarle si quería, si podía, si tenía otra idea.
“El menú está listo, Selma, y no acepto excusas. Frambuesa y chocolate, como siempre. A ti que te gusta hacerte la especial.”
Y claro, estaban todos invitados. Incluso los que no la conocían más allá del grupo de WhatsApp.

El celular vibró.

Octavio.

Siempre a la misma hora. Siempre con una mano ocupada sosteniendo su café extra fuerte en el tren.

Era su mejor amigo.
Gay, fabuloso, dramático y más fiel que su tarjeta de puntos del súper.
Con él nunca hubo dudas, ni coqueteos, ni zonas grises: solo ese tipo de amistad que parece sacada de una comedia romántica… pero sin el romance.
A veces la vida también sabe escribir buenos guiones.

"Feliz cumpleaños, mi reina de las tormentas.
Hoy el vagón huele a encierro y perfume barato.
Pero tú brillas como siempre.
Pd: Hoy me siento emocional, así que prepárate para audio largo."

Ella sonrió.

Él sabía cuándo ponerle aire a su día.



martes, 25 de febrero de 2025

Relatos: La herencia de un abuelo sabio.



Relatos:

En esta sección comparto anécdotas y momentos que viví con personas que cruzaron mi camino. Son historias sencillas, pero llenas de humanidad, que dejaron una marca en mí y merecen ser contadas. Algunas inspiran, otras hacen reír o reflexionar, pero todas tienen algo en común forman parte de mi viaje. 

Cuidado! Algunas son reales otras no tanto...Sabrás hacer la diferencia?



Abuelo



Al final del día, corríamos impacientes, apoyados en uno de los muros de la casa, expectantes. Veíamos el atardecer con matices de rojo vivo, un espectáculo sin desperdicio.

Era pequeña, pero no tanto como para no conservar los recuerdos de una buena vida, esa donde los problemas se limitaban a las buenas notas escolares y donde las vacaciones de entonces se nutrían de aventuras.

Cada verano, cada enero, el destino siempre era el mismo. Lejos, en lo que casi parecía el fin del mundo, una calle larga de pequeñas piedras blancas llamadas piedrebullo. Allí, medio escondida entre árboles de verde primavera, se encontraba ella: una casa, "la casa", cargada de historias. Historias de las buenas y otras marcadas por la mala suerte, como aquel incendio declarado sin culpables que dejó el pasado reducido a cenizas de fotos y objetos llenos de recuerdos.

El abuelo, el mío, construyó dos veces las paredes del mismo hogar, porque él no le temía a la vida. Desde muy joven, el sacrificio y la lucha llamaron a su puerta. Siempre supo lo que significaba renacer. Creció con la herida del despojo, luego de que sus hermanos mayores, en un acuerdo sin escrúpulos, lo apartaran de la herencia de sus padres fallecidos, obligándolo a cambiar de nombre y apellido.

Y sin embargo, a pesar de los altibajos y de enfrentarse solo al mundo, la luz iluminó su camino el día en que Anna, una joven de 14 años, se enlazó con él en un matrimonio eterno.

Durante los años que recorrieron juntos el camino de la felicidad, tuvieron hijos, varios, recibidos por las manos de mi abuelo, en un parto de a dos. El mismo hombre que inventaría los cumpleaños sin regalos a cambio del agasajo de un día sin trabajo o quien reemplazaría el azúcar por dulces en épocas crudas de guerra y poco dinero.

¡Sí! El mismo que, despojado de los valores de familia, pudo formar la suya propia y darle un sentido a su existencia, esa para la que también estaba destinado: ser padre.

Un hombre fuerte, de cuerpo y mente, acostumbrado a las pruebas de la vida, victorioso por excelencia. Permaneció a oscuras durante un mes tras una operación de la vista y, aun así, nunca escribió una carta con anteojos. O aquella vez en la que un caballo se asustó y lo arrojó varios metros, arrebatándole para siempre la buena postura. Y, sin embargo, se negó a usar una silla de ruedas hasta que la vejez más vieja llegó a su puerta.


jueves, 23 de enero de 2025

Reflexiones: Cuando era pequeña...





-Me gustaba escuchar el ruido de las gotitas de lluvia, cayendo sobre techos de chapa.

-Vivía el presente como único destino, no le temía al pasado ni a la espontaneidad que tramara el futuro.

-Supe que el primer amor no siempre es recíproco pero se sobrevive.

-Me encantaba el olor de le tierra mojada, luego de una tormenta de verano.

-Me sentaba a observar la pasión de mi padre y su habilidad para cortar el cabello con sus tijeras y la rapidez en sus manos.

-Adoraba en pleno invierno, el crujido de la escarcha, que pisaban mis zapatos camino a la escuela.

-Esperaba con impaciencia las vacaciones en casa de mi abuela y el olor de la comida casera.

-Creía poco en las plegarias hasta que luego de nueve años me concedieran un milagro...Mi hermana.

-Lloraba, sólo por el gusto de probar el sabor de las lágrimas y confirmar que eran saladas.

-No sabía que la inocencia era parte de la infancia y que como casi todo...Pasa.



viernes, 17 de enero de 2025

Relatos: La casa de la laguna.



Laguna


Rodeada de cajas y de la música que sonaba de fondo, Ania tomó el único objeto que decoraba la chimenea. Con un soplido, no solo dejó volar el polvo, sino también un puñado de recuerdos que crecieron en ese hogar: dos niños que ahora eran adultos, un marido de una época fantástica y una vida que parecía de otro tiempo.

Hacía tres años que un trágico accidente en la carretera la había dejado viuda. Había aprendido a vivir con la soledad de un amor arrebatado físicamente, pero que seguía vivo en cada rincón y recoveco de su alma.

Tenía 37 años cuando se quedó sola, y 42 cuando decidió escapar del dolor que le provocaban los muros de esa casa. Se había cansado de forzar su mirada fija hacia la madera del techo, de las noches interminables en la cama de una sola plaza de la habitación vecina, y de la imposibilidad de pasar siquiera una noche en la habitación principal.
El tormento de una juventud desperdiciada le había arrebatado la vitalidad hacía mucho.

Así fue como, una fría tarde de invierno, Ania dio dos vueltas a la llave y cerró para siempre la puerta de aquel pasado que tanto la entristecía. Mientras esperaba que el resto de sus cosas llegaran a destino, tomó dos maletas de ropa, cuatro cajas con utensilios y, con todo aquello que pesaba más en recuerdos que en kilos, cargó el coche. Con las manos heladas, frotándoselas para entrar en calor, suspiró y dijo adiós.

Hubiera sido mejor partir en primavera, pero un impulso sin nombre la obligaba a no mirar atrás. Así emprendió un viaje del que, sin saberlo, ya no habría retorno.

El trayecto no fue fácil. La nieve dificultaba el camino, y Ania no quería llegar demasiado tarde. Sabía que las bajas temperaturas entorpecerían el paso del agua por las cañerías y que sin electricidad, la noche sería un desafío. Pero no le temía al cambio brusco de confort. Por primera vez en años, su mente, su corazón y su voluntad estaban en sintonía.

El hielo no daba tregua, pero luego de siete horas, la vio. Allí estaba: una casa de madera, perdida entre una arboleda congelada y rodeada por un lago cubierto de escarcha.


“La casa de la laguna”, como la llamaban en su infancia. Un lugar familiar, refugio de veranos y de reuniones. Ahora, olvidada por el tiempo y el mundo moderno, seguía tan bella como antes, aunque vieja y desgastada.

Era su única herencia material, y al verla confirmó que la soledad había sido la única compañía de esa casa durante todos estos años.

Dispuesta a darle una nueva vida, Ania prometió restaurarla, sin imaginar que los secretos de una casa abandonada la transformarían a ella, para bien o para mal.

El interior contaba con un salón iluminado por un gran ventanal que daba a un campo ahora vacío, pero que en primavera se vestía de verde y flores. Ania recordó cómo, de niña, se pegaba a ese vidrio para ver las luciérnagas que iluminaban las noches de verano.

Perdida en esos recuerdos, un ruido súbito la trajo de vuelta a la realidad. Era la nieve cayendo por la chimenea, acumulándose estática debido al frío extremo.

En medio del polvo y la emoción, tomó la caja donde había guardado trozos de madera y, con las manos entumecidas, intentó hacer fuego. Poco a poco, las llamas comenzaron a crecer, devolviéndole el calor al cuerpo y la sonrisa al rostro. Bebiendo el último sorbo de té tibio que traía en su termo, suspiró.

Había vuelto a la casa de la laguna, y con ello, también había vuelto una energía desconocida, como si renaciera entre esas paredes.

Encendió una radio a pilas y empezó lo básico: limpiar. Descubrió que los muebles seguían casi intactos, protegidos por sábanas multicolores que su madre había dejado antes de que la familia abandonara el lugar.

En dos horas, la casa recobró parte de su encanto. Pero cuando el cansancio apareció, supo que sería una noche difícil: sin electricidad, apenas podía calentarse con el fuego de la chimenea. Acurrucada junto a las brasas, el sueño la venció... hasta que un golpe repentino la despertó.

–¿Qué fue eso? – preguntó Ania, aterrada.

El ruido se repitió, esta vez más fuerte, proveniente de la puerta. Con los nervios que tenía encendió una vela y, con una madera en la mano como defensa, se acercó lentamente.

Con el corazón en la garganta, giró el pestillo muy despacio. Al otro lado, un hombre abrigado hasta el cuello la miraba con amabilidad:

–Buenas tardes. Mi nombre es Eloy. Vivo en la casa al final del lago. Vi el humo de su chimenea y quise saber si necesitaba algo. Somos vecinos.

Ania, helada por el frío y el miedo, respondió con brusquedad:

–No, gracias. Buenas noches.

Y cerró la puerta de golpe.